El coste de la deuda bancaria: tiempos pasados que no volverán
Una de las consecuencias más inmediatas de la quiebra de Lehman Brothers a finales de 2008 fue el cierre de los mercados de financiación mayorista para las entidades bancarias. La absoluta incertidumbre acerca de las posibles pérdidas que sufrirían los bancos, así como de su capacidad para absorberlas, ahuyentó a los inversores y disparó el coste de la deuda mayorista hasta niveles prohibitivos. Desde entonces, las tensiones en los mercados de deuda ya no son las que eran. Pero tampoco cabe esperar que, en el nuevo contexto regulatorio, el coste de la deuda mayorista vuelva a los niveles de antes de la crisis.
Empecemos definiendo el concepto de financiación mayorista. Esta suele referirse a la parte de financiación ajena de las entidades que excluye los depósitos de la clientela. Tampoco se incluye la financiación del banco central que, en situaciones normales, debería representar una parte pequeña del balance. La financiación mayorista está compuesta por una gran variedad de instrumentos, como los depósitos interbancarios, cédulas hipotecarias, deuda sénior o deuda subordinada. Cada uno de estos instrumentos posee características distintas –en términos de liquidez, vencimiento, garantías o prioridad de cobro en caso de quiebra de la entidad– que los hacen más o menos atractivos a ojos de los inversores. El coste de cada uno de ellos para las entidades variará en función de cómo valoren los inversores en cada momento estas distintas características, en función de sus expectativas acerca de la evolución macroeconómica y de la entidad.
¿Cómo se forman, entonces, los precios de estos instrumentos? Más allá del vencimiento o la liquidez del instrumento, dos de las características más relevantes para el inversor son la presencia (o la ausencia) de garantías para respaldar el cobro de la cantidad prestada y la prioridad de cobro en caso de quiebra de la entidad. Ambos factores determinan la cantidad que podría recuperar un inversor en caso de quiebra y, junto a la probabilidad de este evento, determinan el retorno esperado del instrumento. Intuitivamente, este retorno esperado debe ser suficientemente atractivo en comparación con lo que ofrezcan otros activos de menor riesgo como, por ejemplo, la deuda pública.
A lo largo de la crisis financiera, así como de las recesiones y de la crisis de deuda soberana que la sucedieron, el coste de los distintos instrumentos de financiación mayorista sufrió aumentos notables en varias ocasiones. Por un lado, las dudas acerca de las pérdidas de las entidades, la calidad de los activos puestos en garantía, así como de la capacidad real de los Gobiernos de rescatar a las entidades con problemas empeoraron las expectativas de los inversores respecto a las probabilidades de quiebra de entidades financieras y de lo que podrían recuperar en ese caso. Por otro lado, en los países periféricos, la deuda bancaria debía compararse con el cada vez más elevado retorno ofrecido por la deuda pública del país. En España, por ejemplo, el diferencial de la deuda bancaria sénior a cinco años con respecto a un título de deuda pública alemana del mismo vencimiento llegó a superar los 4 p. p. en más de una ocasión durante este periodo. Las entidades han reaccionado cambiando la composición de su pasivo, reduciendo el peso de las fuentes de financiación mayorista (del 37% a finales de 2007 al 24% actual en el caso de las españolas) y sustituyéndola por financiación del BCE. Con todo, esta sustitución es imperfecta, pues tiene un carácter excepcional y difícilmente puede considerarse una fuente estable a medio y largo plazo –característica imprescindible para poder financiar hipotecas o créditos a empresas–.
En los años venideros, las entidades financieras van a tener que enfrentarse de nuevo a una recomposición de su estructura de financiación. No tan solo por la necesidad de ir sustituyendo progresivamente la financiación del BCE, sino también por la imposición de distintas ratios regulatorias de liquidez y apalancamiento, así como por la introducción de un nuevo marco regulatorio para la gestión de entidades con problemas de solvencia.1 Este último, en particular, comporta la introducción del denominado bail-in para minimizar el uso de recursos públicos en estos casos. Esencialmente, las reglas del bail-in obligan a accionistas y acreedores sin garantía de una entidad en dificultades a asumir pérdidas, siguiendo un orden de prelación fijado, por al menos el 8% de los activos de la entidad antes de que pueda inyectarse capital desde el denominado Fondo de Resolución. De este modo, las entidades tienen ahora incentivos para emitir capital e instrumentos híbridos (deuda subordinada o títulos convertibles en acciones) hasta cubrir este 8%. Por otro lado, las reglas del bail-in también indican que las autoridades de resolución nacionales deberán establecer el porcentaje mínimo de pasivos sujetos a bail-in (MREL, por sus siglas en inglés) que cada institución deberá mantener, en función de su riesgo, tamaño o modelo de negocio. Como estos pasivos no pueden tener garantía, es de esperar que las entidades decidan alcanzar el MREL mediante la emisión de deuda sénior.
La introducción del bail-in supone el firme compromiso de no rescatar a las entidades con dificultades y, en consecuencia, para los acreedores conlleva el aumento efectivo de la probabilidad de sufrir pérdidas. Por ello, es de esperar que la deuda sénior se encarezca. Las entidades más afectadas deberían ser aquellas que actualmente están más apalancadas, pues el riesgo para los bonistas sénior es aún mayor si entre capital e instrumentos subordinados la entidad no llega al 8% de los activos. Por el contrario, la deuda sénior de aquellos bancos cuyos fondos propios están ya por encima de esta cifra y se consideran suficientes para cubrir pérdidas inesperadas no debería sufrir grandes cambios.
Aunque el bail-in no entrará en vigor hasta 2016, el encarecimiento de la deuda sénior puede observarse ya en las cotizaciones de estos instrumentos. A fin de cuantificarlo, hemos analizado el cambio que se ha producido, tras la aprobación de las reglas de bail-in por el Consejo Europeo en agosto de 2013, en el diferencial existente entre la rentabilidad de un título de deuda bancario y la de un título de deuda pública de similar vencimiento. Este diferencial depende de las características del bono –los años que quedan hasta su vencimiento o el carácter subordinado de la emisión, por ejemplo–, de las de la entidad que lo emite –su riesgo específico, su grado de apalancamiento, su carácter sistémico, su capacidad de generar beneficios, etc.– y de la evolución macroeconómica. Una vez se tienen en cuenta todos estos factores, un aumento en el diferencial tras la introducción de las reglas de bail-in puede interpretarse como un mayor retorno exigido por los inversores por la mayor probabilidad que ahora tienen de sufrir pérdidas.
Siguiendo este razonamiento,2 hemos tomado una muestra de 633 emisiones vivas de bonos bancarios emitidos por 19 entidades distintas y hemos analizado la evolución mensual de su rentabilidad desde diciembre de 2007 hasta marzo de 2014. Los resultados muestran que, en promedio, la introducción del bail-in ha aumentado el coste de la deuda sénior en 19 p. b., aunque para algunas entidades el aumento es de hasta 72 p. b. En general, y como parecería lógico, el incremento en el coste es mayor cuanto mayor es el riesgo del bono. Este hecho se refleja en que tanto el riesgo específico de la entidad emisora, como los años hasta el vencimiento de la emisión o el precio sobre el valor en libros de la entidad elevan el impacto del bail-in. Resulta interesante comprobar también que la deuda sénior se encarece más para aquellas entidades que pueden considerarse sistémicas –aquellas que, en caso de sufrir dificultades, hubieran sido rescatadas con mayor probabilidad que el resto–. Así pues, estos resultados parecen indicar que la reforma regulatoria logra aumentar la sensibilidad al riesgo de los inversores y servirá para corregir, al menos en parte, la situación de ventaja de la que gozaban algunas entidades de gran tamaño que, seguramente, habrían sido rescatadas en caso de problemas.
En suma, con el nuevo marco regulatorio el coste de la deuda será mayor, al incorporar una valoración implícita de lo adecuado del capital de la institución. Esto, en sí mismo, es muy deseable. Sin embargo, cabe cuestionarse la idoneidad del momento elegido para implementar estas reformas, pues las entidades deberán adaptarse a ellas en un momento en que el proceso de reparación de los balances no ha concluido y los mercados de deuda no están del todo normalizados.
1. En el caso de la Unión Europea, este marco ha sido definido en la Directiva de Resolución y Recuperación Bancaria (Directiva 2014/59/EU del Parlamento Europeo y del Consejo, del 15 de mayo de 2014).
2. Se pueden consultar resultados más detallados sobre el ejercicio en Gual, J., Jódar-Rosell, S. «Prudential regulation in the cost of bank funding», Documento de trabajo presentado en SUERF-the European Money & Finance Forum, Milan, 5 June 2014. El ejercicio sigue la metodología propuesta por Acharya, V. et al. (2014), «The end of market discipline? Investor expectations of implicit state guarantees», disponible en SSRN: http://ssrn.com/abstract=1961656.