La UE entra en una nueva fase
Mientras nosotros cambiamos de fases para desescalar el confinamiento, la UE también ha puesto encima de la mesa un cambio de fase pero, en su caso, para escalar en el proceso de construcción europea. De hecho, el plan de recuperación propuesto por la Comisión Europea, que se podría decir que pone los cimientos de una unión fiscal, es más que un cambio de fase y supone un verdadero salto cuántico, un momento excepcional en la historia de la Unión.
El cambio de enfoque en la manera en la que se gestionó la Gran Recesión y la crisis de la deuda soberana es evidente. En aquel momento, la UE ofreció ayudas en forma de préstamos desde el Mecanismo Europeo de Estabilidad a los países más afectados. Incluso este mismo abril, esa fue su reacción inicial, ofrecer más préstamos: 100.000 millones para ayudar a financiar los programas de regulación temporal de empleo y 240.000 millones para financiar gastos sanitarios. Una medida bienvenida porque reducía la necesidad de captar financiación en los mercados de capitales y porque ofrecía unos tipos de interés cercanos al 0%. Pero se trataba de deuda, al fin y al cabo, y la deuda tiene un principal que se tiene que devolver.
Al final, la UE ha reconocido que el apoyo a los países miembros no podía ser un «le ayudamos a endeudarse». Sencillamente, porque no todos los países tienen la misma capacidad de endeudarse y, por lo tanto, de tomar las medidas necesarias en el ámbito fiscal para pagar el golpe de la COVID-19 y apuntalar la recuperación. Y si no salimos todos juntos de esta crisis, el que quede atrás lastraría a los demás y pondría en riesgo el mismo proyecto europeo.
La propuesta de la Comisión incluye, dentro de un paquete de 750.000 millones de euros, 500.000 millones en forma de transferencias. Todo ello financiado mediante la emisión de deuda a largo plazo por parte de la UE –eurobonos que eran tabú hasta hace poco en países como Alemania–. En realidad, la cantidad de transferencias que se ponen encima de la mesa no es desmesurada: el medio billón de euros es para cuatro años, lo que representa un 0,9% del PIB de la UE por año. Y las transferencias se realizarían en el contexto de distintos programas que beneficiarían a todos los países de la UE, aunque es cierto que la severidad de la crisis será uno de los criterios que se tendrá en cuenta para su distribución.
Así pues, España podría recibir entre un 1,5% y un 2,0% del PIB por año en forma de transferencias, una cantidad muy sustancial de recursos, pero que no deja de ser una fracción de las necesidades de financiación de las Administraciones públicas de los próximos años. Sin embargo, más allá de los montos concretos, lo más relevante de la propuesta es lo que significa en términos de creación de un mecanismo de estabilización macroeconómica paneuropeo. Se trata de un embrión de unión fiscal que, si fuera necesario, podría ganar envergadura. También, aunque la propuesta se ha presentado como un instrumento de carácter temporal, distintos elementos la dotan de una vocación permanente, como la posibilidad de introducir impuestos propios a nivel de la UE. Se habla incluso de armonizar la base imponible del impuesto de sociedades y de que una pequeña capa de ese impuesto se recaude a nivel comunitario en el caso de las grandes empresas.
Ahora toca aprobar la propuesta y ponerla en marcha cuanto antes, aunque no será sencillo. Además de negociar sobre la proporción de transferencias, otro tema delicado será la condicionalidad asociada a las ayudas. Es razonable que la UE quiera asegurarse de que los recursos se emplean adecuadamente y se acompañan de políticas sensatas que apoyan la recuperación. En cuanto a la resistencia de los denominados países frugales, puede ser útil para vencerla el famoso «cheque británico», que ellos también reciben, si sirve para estrechar la diferencia entre lo que aportarán y recibirán del presupuesto comunitario. No dejará de ser irónico que la UE pueda acabar dando un salto adelante como el que propone la Comisión gracias a un invento del Reino Unido.