El futuro de la industria
En los 20 años entre 1995 y 2015, la industria en España perdió un 15% de puestos de trabajo, mientras que el resto de sectores de la economía ganaron un 37% de empleos. No se trata de un fenómeno exclusivo de España: el proceso de desindustrialización afecta de forma generalizada a las economías avanzadas y, en algunas, como la de EE. UU., lleva más de medio siglo produciéndose.
Dicho proceso se caracteriza por la confluencia de tres factores: la reducción del empleo de la industria tanto en términos absolutos como relativos (el peso del empleo industrial en España pasó del 19,0% en 1995 al 12,7% en 2015); en menor medida, una caída de la contribución del valor añadido del sector al total del producto interior bruto (del 19,5% al 16,4% en España para el mismo periodo), y, en contraste, un aumento del valor añadido del sector en términos reales (+33% en estos 20 años y +56% por persona ocupada).
Las razones que explican la desindustrialización son múltiples, pero la fundamental es que la industria se beneficia del progreso tecnológico en mayor medida que el conjunto de los otros sectores. La automatización o robotización de procesos impulsa la productividad y permite producir mucho más con menos, lo que termina desplazando parte del empleo de la industria a otros sectores. Al efecto tecnológico se le suman otros que también mejoran la productividad como la subcontratación u outsourcing de determinados servicios (por ejemplo, la gestión contable) y la deslocalización u offshoring de parte de la producción a otros países gracias a la globalización y al despegue de las economías emergentes. Por el lado de la demanda, también es un hecho contrastado que, a medida que las economías se desarrollan, la demanda de servicios tiende a crecer más rápidamente que la de bienes.
A pesar de que el origen del proceso de desindustrialización yace en un factor a todas luces positivo, como son las mejoras de la productividad, lo cierto es que el fenómeno se observa, a menudo, con suspicacia y preocupación. Y hay motivos para ello. Por un lado, porque la pérdida de peso de la industria también se debe, en parte, a una serie de impedimentos mitigables con políticas económicas adecuadas. Y, por otro, porque ese proceso de desindustrialización no beneficia a todo el mundo (a quien pierde el empleo, poco le consuela que el conjunto de la economía crezca).
Algunos proponen recetas aparentemente sencillas para minimizar la pérdida de puestos de trabajo en la industria y promover un proceso de reindustrialización: barreras a las importaciones y subsidios directos al sector. Es el enfoque de Donald Trump, por ejemplo, pero la historia económica está repleta de fracasos rotundos de este tipo de políticas, que han acabado promoviendo la corrupción y la ineficiencia más que un desarrollo sostenible. Este enfoque podría provocar, además, una escalada de medidas proteccionistas a nivel global y un retroceso de la economía mundial como ya ocurrió en la Gran Depresión.
Las políticas industriales clásicas, mediante las que un Gobierno pretende promover directamente el desarrollo de determinadas industrias, tampoco cuentan con un buen track record. Al fin y al cabo, es muy difícil prever qué industrias tienen mayores probabilidades de éxito en su expansión.
Una estrategia no tan sencilla, pero más efectiva, requiere tomar medidas en varias dimensiones: compensar a los que pierden por la innovación tecnológica y la globalización, por ejemplo, con programas de formación y ayuda en la búsqueda de un nuevo empleo; contar con un sistema educativo adaptado a las nuevas demandas de la industria, como una formación profesional moderna; promover infraestructuras que tienen todo el sentido desde un punto de vista coste-beneficio, como el corredor Mediterráneo, y replantear aquellas regulaciones que frenan el crecimiento del tamaño de las empresas, que castigan especialmente al sector industrial. Ya no es cuestión de discriminar positivamente a un sector, se trata, al menos, de no penalizarlo.