China y el dilema de la política monetaria en EE. UU.
El verano que ahora termina ha estado marcado por las crecientes dudas sobre la sostenibilidad del crecimiento en China y sus aparatosas consecuencias sobre los mercados financieros, en términos del intenso repunte de la volatilidad y de las fuertes caídas en las bolsas. Ante el estallido de su burbuja bursátil, y para afrontar también los riesgos de desaceleración brusca de la economía, el Gobierno chino ha adoptado, entre otras, unas políticas de mayor relajación monetaria, a través tanto de la devaluación del renminbi como de la inyección de liquidez en los mercados: bajada de tipos y reducción del coeficiente de caja.
Estas medidas son una reacción lógica a la situación económica y financiera interna, puesto que los gestores de la política monetaria consideran que tienen margen para relajar las condiciones financieras, dado que la inflación se sitúa por debajo del 2%. Si bien es verdad que el nivel de endeudamiento de los agentes económicos ha subido ya mucho en los últimos tiempos, también es cierto que el Estado chino dispone de amplios recursos, especialmente en reservas internacionales, para hacer frente a posibles crisis financieras. Pero la reacción de las autoridades chinas también debe leerse como la respuesta a un entorno monetario internacional que ha sido crecientemente adverso para China. El país ha permitido una sustancial apreciación del renminbi en los últimos años, aunque, más recientemente, ha mantenido un tipo de cambio bastante estable frente al dólar. En un contexto de creciente disparidad (real y esperada) entre la política monetaria norteamericana y la de otros grandes bloques monetarios (euro, yen y libra esterlina), esta política conducía a una nueva apreciación del remminbi frente a las monedas de muchos de los socios comerciales chinos. Con sus decisiones, el Gobierno también ha querido alterar esta tendencia.
Los interrogantes sobre el crecimiento del gigante asiático, así como las dudas sobre otros países emergentes importantes y la fragilidad exhibida por los mercados financieros, colocan a la Reserva Federal (Fed) en una posición compleja. En sus próximas reuniones tendrá que decidir si inicia la subida de tipos que anunció tentativamente antes del verano. Lo acontecido no contribuye a que cumpla sus planes iniciales. Sin embargo, existen poderosas razones por las cuales la autoridad monetaria estadounidense no debiera postergar mucho más el inicio de la normalización gradual de su política monetaria. Los argumentos de orden interno (crecimiento robusto, desempleo ya muy bajo e inflación estable) son bastante claros y, en última instancia, el mandato de la Fed es responder a la evolución de estas variables.
Pero en esta ocasión debe añadirse un serio argumento de orden externo. El banco central estadounidense ejerce un papel primordial en el sistema monetario internacional y la posición cíclica de la economía norteamericana le permite iniciar una senda de política monetaria contractiva en términos relativos, es decir, en relación con lo que está sucediendo en las otras zonas monetarias importantes. Este cambio de rumbo es relevante y necesario para detener la escalada de expansión global de la liquidez en la que se han enzarzado, desde hace unos años, los principales bancos centrales. Esta guerra de políticas monetarias ha tenido efectos en términos de devaluaciones competitivas y ha generado un entorno global de tipos de interés anormalmente bajos. Esta dinámica dificulta la asignación correcta de las inversiones y provoca burbujas especulativas en activos reales y financieros, con un exceso de apalancamiento y toma de riesgos por parte de muchos agentes.
Es verdad que ejercer ese papel de liderazgo tiene un coste para EE. UU., principalmente en términos de la apreciación de su divisa, con el consiguiente impacto en la demanda externa neta. Pero es un coste que la economía norteamericana puede absorber con relativa comodidad, de la misma manera que puede asumir el impacto indirecto procedente de la ralentización del crecimiento en las economías emergentes. Las perspectivas, de todos modos, apuntan a que los acontecimientos del verano pueden alterar los planes de la Fed. Las circunstancias políticas (inicio de la campaña de primarias para la elección presidencial) y la gran presión que supone la evolución a la baja de los mercados de valores juegan a favor de una postergación del inicio de la normalización monetaria.
Si se confirma este escenario, la decisión se presentará en términos de los riesgos asociados a cometer un error en este momento. Y es posible que así sea, que a corto plazo sean peores las consecuencias de equivocarse por subir tipos que por no subirlos. Pero, ¿y las consecuencias a largo plazo? Ahí es posible que precisamente el balance de riesgos se inclinase por iniciar el alza, una alternativa que (aunque costosa a corto plazo) podría acabar evitando graves situaciones de inestabilidad financiera a largo plazo.
Jordi Gual
Economista jefe
31 de agosto de 2015