Guerra de divisas: mucho ruido y pocas nueces, al menos por ahora

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3 de abril de 2013

La crisis económico-financiera global iniciada en 2007 se ha comparado en múltiples ocasiones y por distintos motivos con la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado. Así por ejemplo, la formación de una burbuja crediticia previa, los problemas del sector bancario o el debate sobre las políticas monetaria y fiscal óptimas han dado pie a trazar paralelismos razonables entre ambas épocas. Otro frente sometido a comparación es el de las políticas cambiarias, en particular las referencias a una eventual «guerra de divisas». Ciertamente se pueden apreciar algunas similitudes, pero por fortuna las dinámicas de los últimos años no han sido tan turbulentas ni perniciosas como lo fueron entonces.

El éxito mediático de la expresión «guerra de divisas» va ligado a su ambigüedad y grandilocuencia. Cabe interpretarla como la proliferación de acciones, por parte de las autoridades económicas de los distintos países, enfocadas a devaluar o depreciar la moneda propia, con el propósito de ayudar a las exportaciones, frenar las importaciones y combatir así la debilidad económica. «Devaluaciones competitivas» o «políticas de empobrecer al vecino» son términos alternativos. Los instrumentos para conseguirlo son variados y con dispar grado de sutileza: desde la mera intervención directa en los mercados de divisas para manipular la cotización, pasando por el establecimiento de controles de cambios, hasta el diseño de las políticas monetaria y fiscal.

Enjuiciar si un país agrede cambiariamente a los demás no es una cuestión inequívoca, especialmente cuando las herramientas utilizadas son sutiles. El móvil y la circunstancia que rodea la actuación son determinantes para el dictamen. Así, cuando el objetivo principal es estimular la demanda interna y la incidencia sobre el tipo de cambio solo es un efecto secundario, no parece que se trate de una agresión. Igualmente, una misma medida debe tener distinta consideración según si tiene lugar en un entorno en el que la divisa está claramente sobrevalorada, o si por el contrario está infravalorada. Por otro lado, la presencia adyacente de medidas proteccionistas es de la máxima relevancia, dado el efecto nocivo que suelen deparar las «guerras comerciales» para todas las partes implicadas.

Los acontecimientos de los años treinta merecen el calificativo de guerra de divisas(1). El escenario de partida contaba con dos elementos básicos: la Gran Depresión y el Patrón Oro, un régimen de tipos de cambio fijos en el que cada moneda estaba anclada al oro. Acuciadas por la recesión, las autoridades del Reino Unido decidieron abandonar este corsé hacia finales de 1931, desencadenando una larga cadena de eventos con alcance global. Los países escandinavos emprendieron el mismo camino que el Reino Unido ya ese mismo año. Inicialmente, uno de los objetivos de modificar el régimen cambiario fue permitir la adopción de políticas monetarias más expansivas dirigidas a la demanda interna, pero también se perseguía depreciar la divisa y mejorar las exportaciones. De hecho, con el tiempo este pasó a ser el foco central de actuación. Pocos años después, Francia y Alemania renunciaron también al patrón oro, mientras que Estados Unidos lo mantuvo bajo una fórmula descafeinada. Las devaluaciones competitivas se convirtieron en práctica habitual. No faltaron los controles de capitales, en ocasiones con carácter defensivo y en otras ofensivo. Desgraciadamente, la guerra comercial tardó poco en estallar, alcanzando cotas muy perjudiciales. Todo ello bajo un clima de reproches, acusaciones y descoordinación entre países que no hizo sino desvirtuar el efecto expansivo procedente de la aplicación general de políticas monetarias más expansivas. De hecho, tampoco contribuyó a calmar un tenso clima político internacional que desembocaría en un conflicto militar sin precedentes.

La dinámica de los últimos cuatro años es mucho más razonable. El fantasma de la guerra de divisas ha ido asomándose ocasionalmente, pero de momento sin materializarse. Las apariciones más llamativas han coincidido con el anuncio de los denominados «programas de expansión cuantitativa» por parte de los bancos centrales de los principales países desarrollados. En septiembre de 2010, el ministro de economía brasileño Guido Mantega impulsó mediáticamente la expresión «guerra de divisas» tras conocer los planes del programa QE2 de la Reserva Federal de Estados Unidos. En el tránsito entre 2012 y 2013 la agitación ha vuelto a dispararse al hilo de las ambiciosas políticas monetaria y fiscal anunciadas por el Gobierno y el banco central de Japón. Entre medio, hemos asistido a una variada gama de activismo cambiario. En Suiza, el banco central estableció un límite a la cotización del franco con respecto al euro, y ha realizado intervenciones directas. Algunos otros países desarrollados también han recurrido o amagado con intervenciones. En diversos países emergentes ya eran habituales antes de la crisis y han continuado, junto a la utilización de controles de capitales. Sin embargo, todas estas operaciones y escaramuzas distan de constituir una guerra de divisas equiparable a la de los años treinta. Un examen de los motivos y las circunstancias revela una situación relativamente tranquilizadora.

De entrada, la Gran Recesión de estos años no ha alcanzado las dramáticas cotas de la Gran Depresión, mientras que la flexibilidad de los regímenes cambiarios ahora imperantes ya estaba bien rodada al llegar 2008, a diferencia del caos desencadenado tras la ruptura súbita del rígido patrón oro. En este contexto, las medidas de política económica adoptadas se han orientado mayoritariamente hacia objetivos internos y no a manipular el tipo de cambio; en los países desarrollados, a estimular la demanda interna: esto parece muy claro en el caso de Estados Unidos y su contundente política monetaria, y algo menos en el caso de Japón; en los países emergentes, a preservar la estabilidad financiera. Este es un objetivo que ha adquirido carta de legitimidad tras los traumáticos episodios de las últimas décadas, como la propia sacudida posterior a la quiebra de Lehman, y previamente las crisis asiática y latinoamericana de los noventa. La utilización de controles de cambios para reconducir flujos de capital especulativos ha pasado a considerarse una práctica aceptable, muy distinta a cuando persigue fines mercantilistas(2).

Adicionalmente, las actuaciones más significativas se han producido en países cuya moneda se había apreciado por motivos no fundamentales, en particular por la enorme aversión al riesgo reinante estos años (casos del franco suizo y del yen). En este sentido, el propio FMI ha manifestado que no aprecia en la actualidad desviaciones significativas respecto a los valores de equilibrio fundamental entre las principales monedas(3). Por otro lado, el funcionamiento operativo de los mercados de cambios ha sido correcto, sin interrupciones ni disfunciones (con la notable excepción de los meses post-Lehman, un evento que colapsó al conjunto de mercados financieros internacionales). Finalmente, no han aparecido conflictos comerciales graves. De hecho, siguen negociándose más acuerdos de liberalización (destaca el planteado entre Estados Unidos y la Unión Europea), mientras que el comercio internacional se expande con vigor.

El clima de las relaciones entre países se ha mantenido templado, más allá de algún exceso verbal puntual. Foros como el G-20 no son prodigios de armonía, pero han ayudado a conseguir cierta coordinación, aunque sea de manera tácita y a posteriori. En esta línea, algunos observadores(4) consideran que no estamos asistiendo a un conflicto cambiario perverso, sino a un proceso espontáneo que permite coordinar internacionalmente la aplicación de políticas monetarias expansivas. Bajo esta interpretación, el propio éxito de estas políticas y la consiguiente recuperación de la economía global deberían alejar definitivamente el fantasma de la guerra de divisas.

(1) Véase, por ejemplo, Eichengreen, Barry y Douglas Irwin (2010), «The Slide to Protectionism in the Great Depression: Who Succumbed and Why?» Journal of Economic History 70, pp. 871-897.

(2) Véase el recuadro «El tipo de cambio como instrumento de política económica», en este mismo volumen.

(3) Véase el recuadro: «¿Cuál es el precio apropiado de una moneda?», en este mismo volumen.

(4) Véase Eichengreen, Barry. (2013) «Currency War or International Policy Coordination?», Journal of Policy Modeling (forthcoming).

Este recuadro ha sido elaborado por el Departamento de Mercados Financieros

Área de Estudios y Análisis Económico, "la Caixa"

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