La sombra de la dominancia fiscal
Cuando la pandemia se supere, la propia necesidad de actuar contundentemente desde los flancos monetario y fiscal dejará secuelas que, según como se gestionen, podrían condicionar el buen funcionamiento de la política económica en el futuro.
Ante una crisis económica tan severa como la de la COVID-19, era necesario e ineludible que todas las esferas de la política económica actuaran de manera coordinada y contundente.1 Sin embargo, la presión sobre las herramientas de apoyo y estímulo no terminará con el fin de la COVID-19. Como veremos a continuación, cuando la pandemia se supere, la propia necesidad de actuar contundentemente desde los flancos monetario y fiscal dejará secuelas que, según como se gestionen, podrían condicionar el buen funcionamiento de la política económica en el futuro.
Ante caídas inusitadas de la actividad, la política fiscal respondió con medidas de gasto directo y de liquidez, además de los estabilizadores automáticos, para proteger la demanda y el tejido productivo de nuestras economías, pero que inevitablemente trajeron consigo un aumento de la deuda pública (véase el primer gráfico).2 La política monetaria, por su parte, ancló un entorno de bajos tipos de interés y puso en marcha un contundente programa de compras de deuda con lo que, indirectamente, dio cobertura a esta expansión fiscal y ahuyentó el temor sobre la sostenibilidad de la deuda.
- 1. Repasamos la importancia de que la respuesta fuera coordinada en todos los niveles en el artículo «Políticas económicas frente a la COVID-19: ¿se romperán las fronteras de lo imposible?» del Dossier en el IM05/2020.
- 2. La deuda ayuda a suavizar el daño de una caída en los ingresos de familias y empresas: endeudarse consiste en trocear esta caída excepcional en partes más pequeñas y distribuirlas a lo largo del tiempo. Además, el sector público es quien tiene la capacidad de movilizar más recursos, a menor coste y con deuda que venza a más largo plazo.
Esta respuesta ha atenuado con éxito el golpe sobre la salud financiera de familias y empresas, pero dejará una herencia en forma de elevada deuda pública. Es más, de resultas de las compras de activos emprendidas por la política monetaria, la COVID-19 ha convertido a los bancos centrales en uno de los principales tenedores de títulos de deuda pública (véase el segundo gráfico). Como es natural, por el momento, la política económica sigue muy centrada en mantener los estímulos para facilitar la reactivación de la actividad, pero el incremento de la deuda pública en manos de los bancos centrales conlleva riesgos a medio y largo plazo. Así lo ilustra el hecho de que ya hay algunas voces que proponen que el BCE cancele la deuda pública que ostenta en su balance.3
- 3. Piketty, T. et al. (2021). Anular la deuda pública mantenida por el BCE para que nuestro destino vuelva a estar en nuestras manos. Artículo de opinión publicado en el periódico El País.
Uno de los grandes riesgos recae sobre la independencia de los bancos centrales. Es el llamado riesgo de la dominancia fiscal, es decir, el riesgo de que la situación fiscal de las economías presione para que el banco central se desvíe de sus objetivos, lo que pondría en peligro la estabilidad de precios.
Al influenciar los tipos de interés y, por lo tanto, el coste de la deuda y los déficits públicos, toda acción de política monetaria tiene consecuencias fiscales. Y estas se acentúan en la actualidad, con las cuentas públicas tensionadas y los bancos centrales como grandes tenedores de deuda. Así, la deuda heredada de la COVID-19 nos deja en una situación en la que puede ser más tentador ejercer presiones políticas para que el banco central tolere una mayor inflación (lo que reduciría el valor nominal de la deuda) o ejerza represión financiera (es decir, que mantenga los costes de financiación artificialmente bajos para facilitar que los gobiernos financien su deuda).
Esta posible fuente de conflictos entre las autoridades fiscal y monetaria pone de relieve la importancia de tener un sistema institucional fuerte. Es decir, es clave tener unas instituciones robustas que permitan que la política fiscal y la monetaria trabajen codo con codo cuando el escenario lo exige (si no hubiera sido así, ahora mismo seguramente nos encontraríamos con una economía mucho más magullada por la pandemia), pero que, a la vez, permita que los caminos de ambas se distancien cuando llegue el momento.
En otras palabras, la coordinación entre políticas fiscales y monetarias debe ser el resultado de que ambas persigan, de manera independiente, sus mandatos. Este es un principio fundamental para el buen funcionamiento de las economías, pero no lo podemos dar por sentado. Se puede ver fácilmente comprometido por el simple hecho, ya mencionado, de que toda acción monetaria tiene consecuencias fiscales. Las hiperinflaciones europeas del siglo XX y experiencias más recientes, como la de Venezuela, no dejan lugar a dudas: cuando las instituciones son frágiles y la política fiscal fuerza al banco central a monetizar los déficits públicos de forma recurrente, ello acaba comportando un gran aumento de la inflación y acostumbra a terminar con un colapso de la economía. Y no hace falta remontarse a casos tan extremos para resaltar la importancia de unas instituciones robustas y una política monetaria independiente. Como muestra el último gráfico, y como demostramos exhaustivamente en otro artículo de este mismo Dossier,4 en los últimos 50 años la mayor calidad institucional de los bancos centrales ha redundado en un mejor desempeño económico.
- 4. Véase «La independencia de los bancos centrales: de la teoría a la práctica».