Crisis, deuda y política económica, un triángulo polémico
Dijo Benjamin Franklin, uno de los padres fundadores de EE. UU., que «es mejor acostarse sin cenar que levantarse con deudas». Algunos economistas parecen haber tomado buena nota de ello y son partidarios de disminuir el elevado endeudamiento que impera en numerosos países. Consideran que su exceso es fuente de crisis y lastra las posibilidades de recuperación, de modo que reducirlo constituye un requisito previo para establecer las bases de un crecimiento sostenible a largo plazo. Otros economistas consideran que aquel consejo, si bien resulta oportuno a nivel individual, puede ser contraproducente en el plano colectivo en determinadas circunstancias. Si la coyuntura es de insuficiencia de demanda, paro elevado y presiones deflacionistas, entonces priorizar el desapalancamiento no hace sino agudizar la crisis. Lógicamente, las recomendaciones de política económica de unos y otros son bien distintas.
Para centrar el debate sobre cómo afrontar una recesión y una recuperación en un entorno de elevado endeudamiento es conveniente, primero, presentar las líneas básicas del marco que la mayoría de economistas tiene en mente respecto a la relación entre crisis, deuda y política económica. En él, las variables financieras (como el crédito) se mueven, por lo general, en la misma dirección que las variables económicas reales (PIB, empleo, etc.). Concretamente, cuando mejoran la situación y las perspectivas de la actividad y el empleo, aumenta tanto la capacidad de endeudamiento de los agentes como la disponibilidad de financiación. Es decir, los ciclos son sincrónicos. El problema es que, en algunas ocasiones y por diversos motivos, las variables financieras muestran movimientos mucho más intensos que las económicas. De hecho, no es extraño que aparezcan fases de boom a nivel financiero caracterizadas por un fuerte aumento del nivel de deuda, que están, en cierta manera, desligadas del ciclo económico. Esta situación suele acarrear un coste importante: puede desembocar en un bust financiero que, a su vez, empuje el país hacia una recesión económica.
El escenario de desacoplamiento entre las variables financieras y reales no es ajeno a las políticas económicas llevadas a cabo por el país, dado que estas pueden incentivar un endeudamiento excesivo que afectaría a la estabilidad macroeconómica. Este es el caso de la política monetaria, que tradicionalmente se ha centrado en suavizar el ciclo de las variables económicas reales, sin prestar suficiente atención a sus efectos en las variables financieras. Así, un régimen monetario centrado exclusivamente en el control de la inflación a medio plazo puede resultar excesivamente acomodaticio en términos financieros en un escenario de baja volatilidad económica, crecimientos significativos e inflación moderada, como el acontecido entre mediados de los ochenta y 2007 (no en vano, bautizado como «la Gran Moderación»). A modo ilustrativo, tras el estallido de la burbuja bursátil puntocom del año 2000, la Reserva Federal (Fed) decidió recortar el tipo de interés oficial a fin de contrarrestar la caída bursátil y la desaceleración económica. Los tipos bajaron con rapidez y luego se mantuvieron en cotas bajas hasta 2004 (véase el primer gráfico). El éxito que se atribuyó a la estrategia de la Fed en aquellos años, a la vista de la rápida salida de la crisis económica, no tardó mucho en ser cuestionado. Economistas como Raghuran Rajan o los del Banco Internacional de Pagos (BIS, por sus siglas en inglés) han sido muy críticos.1 En su opinión, la expansión monetaria llevada a cabo por la Fed siguió alimentando el endeudamiento estadounidense y disparó los precios inmobiliarios, que se desplomaron años después, lo que convertiría la crisis financiera iniciada a finales de 2007 con las hipotecas subprime en la Gran Recesión económica, cuyos efectos todavía estamos sufriendo.
Los críticos creen que hoy en día vuelve a haber motivos para la inquietud. Consideran que las medidas monetarias ultraexpansivas, convencionales y no convencionales, llevadas a cabo en la mayoría de las economías desarrolladas han añadido más leña al fuego de la deuda. El BIS, por ejemplo, argumenta que, si bien en un primer momento fue acertado gestionar la crisis de manera contundente para evitar situaciones de colapso financiero, en un segundo estadio los esfuerzos deberían (y deben) dirigirse a sanear los balances de los agentes económicos altamente endeudados, en lugar de persistir en nuevas medidas expansivas.2 El análisis del BIS concluye que muchas de esas medidas (como las monetarias) no solo han perdido gran parte de su capacidad para estimular la economía, sino que además siguen aumentando el nivel de deuda y reducen los incentivos a la implementación de reformas de tipo estructural, claves para la sostenibilidad del crecimiento económico a largo plazo.
Al otro lado del espectro, economistas de la talla del laureado Paul Krugman o Larry Summers, entre otros, apoyan medidas como las compras masivas de bonos por parte de los bancos centrales (quantitative easing) y otras políticas expansivas poco convencionales como la financiación directa de gasto público por el banco central. Argumentan que el papel de dichas políticas ha sido fundamental y ha evitado males mayores ante una crisis excepcional. Asimismo, en contra de aquellos que afirman que la política monetaria estadounidense era ya excesivamente acomodaticia antes del estallido de la crisis de 2007, defienden que, si ese hubiera sido el caso, se habrían advertido tensiones inflacionistas. Ciertamente, los avances en el índice de precios al consumo fueron moderados durante el periodo precrisis. Sin embargo, otros precios no considerados en la cesta del consumo, como el de la vivienda, experimentó fuertes subidas en la economía norteamericana (véase el segundo gráfico).3 Además, estos economistas añaden que no se puede ignorar que el elevado nivel de deuda actual introduce, ya de por sí, limitaciones a las medidas económicas factibles. Por ejemplo, una subida excesivamente rápida de los tipos de interés podría causar estragos en las ya deterioradas finanzas públicas de muchos países, por el aumento en el coste de financiación y la desaceleración del crecimiento y la recaudación impositiva. Asimismo, también podría elevar la tasa de morosidad en el contexto de elevado endeudamiento privado, lo que presionaría de nuevo al sector financiero.
A pesar de los múltiples desencuentros entre una posición de pensamiento y otra, ambas están de acuerdo en que la política macroprudencial tendrá un papel muy importante en los próximos años. Aunque los economistas del BIS abogan por una pronta normalización de la política monetaria, aceptan que el proceso debe ser gradual. Todo indica, por tanto, que los tipos de interés se mantendrán bajos durante largo tiempo en los principales países desarrollados. En este escenario, es altamente probable que se produzcan de nuevo presiones sobre el precio de algunos activos. Si esto ocurre, la política macroprudencial puede dirigirse de manera más precisa al desequilibrio que intenta corregir. Concretamente, si se intenta luchar contra una burbuja en una determinada clase de activos (bolsa o bonos high yield) mediante la subida del tipo de interés de referencia, el instrumento por excelencia de la política monetaria, ello afectaría de manera generalizada a toda la economía. En cambio, la política macroprudencial procura incidir únicamente en el activo con síntomas de sobrecalentamiento para desinflarlo, por ejemplo, limitando el nivel de riesgo que un banco puede asumir en dicho activo.
En definitiva, no existe un consenso sobre la manera de afrontar una crisis económica en un entorno de elevado endeudamiento. Mientras algunos critican el uso de políticas ultraexpansivas, por estar sembrando las semillas de la siguiente recesión, otros las ven como la única vía de apoyo a una economía anémica. Sea como fuere, este es un debate fundamental, y la todavía frágil recuperación que estamos viviendo exige no errar excesivamente el tiro en las medidas que se adopten.
Clàudia Canals
Departamento de Macroeconomía, Área de Planificación Estratégica y Estudios, CaixaBank
1. Véase Claudio Borio (2012), «Financial Cycle and macroeconomics: what have we learnt», BIS paper #395.
2. BIS 84th Annual Report, junio de 2014.
3. El índice de precios al consumo contiene un componente de la vivienda que se deriva en función del coste de los alquileres y no del precio de las viviendas, por lo que no refleja las fuertes subidas y caídas en dichos precios.