Burbujas y política monetaria
¿Cómo debe la política monetaria responder a una posible burbuja financiera? La respuesta de economistas y banqueros centrales a esta pregunta ha ido evolucionando en los últimos años, pero el debate dista de estar cerrado.
Antes de la crisis financiera que provocó la Gran Recesión, el enfoque estándar –lo que podríamos denominar la doctrina Greenspan– abogaba por un mandato muy estrecho de la política monetaria que consistía, en su forma más cruda, en estabilizar la inflación en torno a un determinado objetivo.
Bajo esta perspectiva, los bancos centrales solo debían responder a fluctuaciones en los precios de los activos (como la bolsa o el inmobiliario) en la medida en que impactaran sobre la actividad económica y la inflación. La lógica que guiaba a los bancos centrales no diferenciaba entre las fluctuaciones puntuales en los precios de los activos y las burbujas, entendidas como desviaciones desorbitadas y persistentes. Se creía que, tras el estallido de una burbuja, la política monetaria podía reaccionar con suficiente rapidez y contundencia para mitigar el impacto sobre la actividad económica y la inflación.
Pero llegó la crisis y la doctrina Greenspan se fue al traste. Hemos aprendido que el coste de algunas burbujas es difícilmente gestionable ex post, porque la mala asignación de recursos que provocan mientras crecen tiene efectos negativos duraderos y por la inestabilidad financiera que generan cuando se pinchan.
A la vista de lo sucedido, la doctrina ha evolucionado, y los principales bancos centrales reconocen hoy la importancia de la estabilidad financiera. Sin embargo, aún son minoría los que creen que es la política monetaria la que debe intentar deshinchar o pinchar burbujas. Se sigue argumentando que las subidas de tipos necesarias para poderlo hacer serían demasiado grandes y producirían un daño enorme sobre la economía real.
De forma más o menos explícita, el grueso de la responsabilidad de la lucha contra la formación de burbujas se ha circunscrito al ámbito de la regulación y la supervisión financiera –por ejemplo, a través de la denominada política macroprudencial, que puede imponer recargos de capital a determinadas actividades–. Desde este ámbito, además, también se ha endurecido la regulación del sector bancario para que esté mejor preparado para absorber las pérdidas que pudiera provocar el pinchazo de una burbuja.
Esta estrategia, sin embargo, no está exenta de riesgos. Entre otras razones, porque está por ver que la política macroprudencial sea suficientemente efectiva en la práctica, ya que exigiría la toma de decisiones que pueden ser poco populares (la mayoría de la población, propietaria de una vivienda, no desea que le pinchen una burbuja inmobiliaria). En segundo lugar, porque una parte del sistema financiero (de la denominada «banca en la sombra») puede escaparse de la regulación y la supervisión más estrictas.
Y, por último, porque si un banco central solo se centra en el cumplimiento de los objetivos de inflación y actividad, hemos aprendido que, de forma indirecta e involuntaria, puede acabar promoviendo la formación de burbujas. De hecho, en última instancia, la gestión de la política monetaria puede acabar convirtiéndose en tarea de Sísifo (hinchar la burbuja, gestionar su pinchazo, hinchar la burbuja...).
El enfoque más prudente hace a la política monetaria corresponsable, junto a la regulación y a la supervisión, de garantizar la estabilidad financiera. Para ello, las decisiones de política monetaria deben ir más allá de los precios de los bienes y servicios que integran el IPC y tener en cuenta, también, los precios de los activos.