¿Cómo se mide la inflación?
De todas las estadísticas oficiales, pocas tienen un impacto tan directo sobre la vida de los ciudadanos como el índice de precios al consumo (IPC). Los salarios, las pensiones de jubilación públicas, las tasas e impuestos específicos o los contratos de alquiler, por citar los ejemplos más relevantes, se suelen modificar, en parte, en función de la variación del IPC. En el ámbito de la política económica, su importancia tampoco es nada desdeñable. Sin ir más lejos, el objetivo que persiguen los bancos centrales es mantener la estabilidad de precios y, por lo tanto, medir la evolución de la inflación de forma precisa y puntual es fundamental para la formulación de la política monetaria. Sin embargo, los economistas han alertado en numerosas ocasiones de los errores de medida que se producen en el cálculo de los índices de precios. En este Dossier describimos cómo se calcula la inflación y señalamos los principales problemas de medida. Como veremos, unas cuestiones que a priori parecen meras curiosidades metodológicas pueden tener un impacto relevante sobre las decisiones de política económica.
La teoría microeconómica de la toma de decisiones del consumidor proporciona las propiedades que debería tener el índice de precios para reflejar con fidelidad la evolución del coste de la vida. Concretamente, debería medir el gasto mínimo necesario que debe realizar un hogar para obtener el mismo nivel de bienestar (o utilidad, en la jerga económica) a lo largo del tiempo.1 Por tanto, debería tener en cuenta que los consumidores pueden sustituir los bienes consumidos en respuesta a un cambio en los precios relativos de los bienes. Asimismo, también debería considerar los nuevos bienes en el momento en que se empiezan a consumir y recoger los cambios en los hábitos de compra, como el aumento de las compras por internet, por citar un ejemplo.
Sin embargo, calcular un índice de precios de esta índole topa con importantes limitaciones, tanto por la disponibilidad de datos como por los retos metodológicos que plantea medir el bienestar de los consumidores. A modo ilustrativo, un índice del coste de la vida (ICV) debería reflejar la mejora de la calidad de vida por la aparición de nuevos tratamientos médicos o por cambios en la calidad de los bienes públicos, como el aire que respiramos. Estos bienes quedan totalmente excluidos del cálculo del IPC, ya que solamente incluye los bienes que suponen un pago monetario por parte del hogar. Así pues, aunque frecuentemente se hace referencia al IPC como un ICV, es importante señalar que dista mucho de serlo.2
En la práctica, el IPC, el índice de precios más utilizado para medir la inflación,3 se calcula a partir de dos inputs básicos: una cesta de la compra que contiene los bienes y servicios que consume un hogar representativo y sus precios. Con estos datos se calcula el gasto necesario para adquirir la cesta con una frecuencia determinada, generalmente cada mes. La sencillez del cálculo contrasta con las dificultades metodológicas que supone su implementación en la práctica: ¿qué bienes deben incluirse en la cesta?, ¿con qué frecuencia deben actualizarse los bienes incluidos?, ¿en qué establecimientos deben recogerse los precios? y, la pregunta que quizá ha provocado más quebraderos de cabeza, ¿cómo distinguir qué parte del cambio en el precio se debe a un cambio en la calidad del bien?
Establecer una metodología del cálculo del IPC que responda de forma adecuada a estas preguntas es de suma importancia para que refleje lo mejor posible la evolución del coste de la vida. La literatura académica ha identificado tres sesgos relevantes. En primer lugar, los bienes que componen la cesta de la compra no se actualizan de forma inmediata cuando se producen cambios en los precios relativos de los bienes.4 En este sentido, cuando aumenta el precio relativo de un bien, el gasto efectuado para comprar la cesta de bienes que conforma el IPC está sobreestimando el gasto que un hogar debe afrontar para adquirir una cesta que le proporcione la misma utilidad. Por ejemplo, cuando sube el precio de las manzanas, el consumidor las puede sustituir por peras y obtener un bienestar similar. Este sesgo se denomina de sustitución.
En segundo lugar, dado que la calidad de los bienes suele mejorar con el paso del tiempo, es necesario separar la parte de la variación del precio que es atribuible al cambio de la calidad del bien del cambio puro del precio. No hacerlo, o hacerlo de forma parcial, tenderá a sesgar el IPC al alza respecto al ICV. Finalmente, los nuevos bienes no se incorporan en la cesta del IPC hasta pasado un tiempo, generalmente unos años, desde su aparición en el mercado. Puesto que la caída del precio de un bien suele estar concentrada en los primeros años (considérese por ejemplo el caso de los productos electrónicos), la incorporación tardía en la cesta del IPC implica que la caída inicial de precios no se recoge en las estadísticas oficiales.
Ante la sospecha de que estos sesgos podían ser de una magnitud considerable, en 1996 se encargó a la comisión Boskin, formada por cinco prominentes académicos,5 que cuantificara el error de medida del IPC de EE. UU. Los resultados de su informe generaron un gran revuelo: si bien se sabía que sobrevaloraba el aumento del coste de la vida, sus estimaciones establecieron que el sesgo era nada más y nada menos que de 1,1 p. p. anuales en 1995 y 1996. Aproximadamente la mitad del sesgo, 0,6 p. p., se atribuyó al sesgo de calidad.
Después de la publicación de este informe, cabe señalar que se han introducido importantes cambios metodológicos en el cálculo del IPC que muy probablemente han reducido estos sesgos. En concreto, se permite la sustitución entre bienes dentro de una categoría (manzanas golden por fuji, por ejemplo), pero no la sustitución entre categorías (cine por una película por internet). Los nuevos bienes se incorporan más rápidamente a la cesta, y se han hecho importantes avances metodológicos para ajustar las mejoras de calidad mediante el uso, por ejemplo, de métodos de regresión hedónica.6
A los problemas tradicionales para medir la inflación, hay que añadir los nuevos retos que suponen las nuevas tecnologías y la digitalización. Al aumentar la velocidad a la que se innova, el sesgo por la entrada de nuevos productos en el mercado y el sesgo de calidad posiblemente hayan aumentado también. Otra cuestión adicional es el tratamiento que debe darse a los bienes gratuitos, tan comunes en la nueva era digital, que quedan totalmente excluidos de las estadísticas oficiales. Ello puede generar un sesgo al alza en el cálculo del IPC, por ejemplo si los bienes gratuitos sustituyen bienes que antes suponían un gasto (como una llamada gratis a través de Skype en lugar de una llamada de teléfono).
Si bien la digitalización supone un importante desafío para las estadísticas oficiales, posiblemente la aplicación de estas nuevas tecnologías en su cálculo sea la solución. Por ejemplo, el uso cada vez más extensivo del escáner del código de barras en las tiendas permite recolectar una cantidad ingente de datos. En este sentido, están surgiendo nuevas iniciativas en el ámbito académico y empresarial relacionadas con el big data para explotar esta información, como es el caso del índice de precios digital desarrollado por Adobe junto con los economistas Peter Klenow y Austan Goolsbee. A partir de transacciones on-line, se registra la evolución de los hábitos de compra de los consumidores en función de los cambios en los precios de más de 1,4 millones de bienes (comparados con los 80.000 incluidos en el IPC). Lógicamente, este índice excluye todas las compras off-line, por lo que dista de ser representativo y no puede remplazar el IPC, pero, en cambio, puede ser más fiable para analizar la evolución del precio de determinados bienes electrónicos.7
Todas estas cuestiones metodológicas sobre el potencial sesgo en el cálculo de la inflación no serían muy relevantes si no fuera porque tienen implicaciones de política económica de primer nivel. El índice de precios se usa para deflactar los agregados macroeconómicos. En consecuencia, el crecimiento del PIB real podría ser superior al estimado por las estadísticas oficiales si la inflación está sobreestimada, tal y como apuntan economistas de la talla de Martin Feldstein.8 Las diferencias en el cálculo de la inflación entre los distintos países también dificultan las comparaciones internacionales: si un país tiende a sobreestimar la inflación, en la comparativa internacional parecerá que tiene un peor desempeño en términos reales. A modo ilustrativo, si se excluye el componente de rentas imputadas del IPC estadounidense, tal y como hace el IPC armonizado europeo, se concluiría que el desempeño económico en términos reales de EE. UU. sería aún mayor que el de la eurozona.9
Los errores de medida de la inflación también pueden tener un impacto importante para la política monetaria: si la verdadera inflación es más baja que la publicada, el margen para aumentar los estímulos monetarios sería más amplio. Y también para las cuentas públicas, dado que las pensiones públicas o las deducciones fiscales en muchos países se indexan al IPC. A este respecto, un estudio del servicio de investigación del Congreso de EE. UU. estima que la adopción de un IPC encadenado10 en lugar del IPC tradicional reduciría el déficit público en 69,3 billones de dólares en 2023.
En definitiva, medir bien la inflación no es una tarea sencilla pero su importancia obliga a no escatimar esfuerzos. En este sentido, las nuevas tecnologías ofrecen una oportunidad única para mejorar la fiabilidad de las estadísticas oficiales que no debería
desaprovecharse.
Judit Montoriol Garriga
Departamento de Macroeconomía, Área de Planificación Estratégica y Estudios, CaixaBank
1. Desde un punto de vista teórico, el índice que recoge estas propiedades se conoce como índice del coste de vida (ICV).
2. En EE. UU., la incorporación del concepto del coste de la vida en el cálculo del IPC fue una de las principales recomendaciones de la comisión Boskin en 1996.
3. Además del IPC, la inflación puede medirse a partir de otros índices de precios que habitualmente publican los institutos nacionales de estadística, como son los precios de producción, precios de exportación e importación, etc. Otra medida comúnmente utilizada para medir la inflación es el deflactor del PIB. En EE. UU., la Fed no utiliza el IPC como principal índice de referencia sino el índice de precios del gasto en consumo personal (PCE, por sus siglas en inglés).
4. Específicamente, se usa un índice de Laspeyres que fija las cantidades en el periodo base.
5. Los cinco miembros de la comisión fueron Michael Boskin, Ellen Dulberger, Robert Gordon, Zvi Griliches y Dale Jorgenson.
6. Este método parte de la hipótesis de que el precio de un artículo se puede expresar en función de un conjunto de características mediante un modelo de regresión, que aproxima el valor de cada una de las características que componen el bien. Sin embargo, para llevar a cabo el ajuste del modelo de regresión, es necesario un gran número de observaciones y un conocimiento muy especializado del producto, por lo que, en la práctica, se usa para un número reducido de bienes. En España, por ejemplo, el INE emplea modelos de regresión hedónica para hacer ajustes de calidad en dos artículos: lavadoras y televisores.
7. Según el índice de precios digital, el precio de los ordenadores cayó un 13,1% interanual en enero de 2016, comparado con el retroceso del 7,1% según el IPC.
8. «The U.S. Underestimates Growth», Wall Street Journal, 18 de mayo de 2015.
9. La principal diferencia en el cálculo del IPC entre EE. UU. y Europa radica en el tratamiento de los servicios que los hogares reciben por una vivienda en propiedad. Mientras que EE. UU. imputa un alquiler equivalente, en Europa se excluye del IPC armonizado.
10. El IPC encadenado permite la sustitución entre bienes ante cambios en los precios relativos o cambios en los hábitos de consumo.