Eurozona: diecisiete países, un destino
Ha transcurrido exactamente un año desde que, en esta misma publicación, se abogaba por diagnosticar correctamente el origen de la crisis de deuda europea, distinguiendo las causas de fondo de las inmediatas, y atajarlas mediante remedios y no parches. Mucho ha llovido desde entonces, para bien y para mal. Para bien, las instituciones del euro y los gobiernos de los países miembros han dejado claro, por la vía de la acción, que su compromiso con la moneda única es irrevocable; que tienen identificada la raíz de sus problemas; y que son conscientes de que enmendarlos exige reforzar los cimientos de la unión. El siguiente paso es obvio: fijar la dosis y empezar a tomarse el remedio. Entonces, ¿qué explica la tardanza?
Pues, que todo lo que tiene de obvio, lo tiene de complicado. Reforzar los cimientos de la unión no es trivial: requiere cambios institucionales y cesiones de soberanía nacional que son políticamente muy costosas. Como es de esperar, dichas concesiones conllevan un proceso de negociación que, por su naturaleza, se anticipa largo, gradual y con turbulencias. Tanto o más cuando no hay una entente clara acerca del modelo de unión al que nos dirigimos. Por lo tanto, lo primero que cabe acordar es qué cimientos se deben tocar y en qué medida.
Desde su concepción, se ha sabido que la UEM distaba de lo que la teoría económica vino a definir como un «área monetaria óptima». Concretamente, pecaba de: una integración económica incompleta, sobre todo en lo referente al mercado de trabajo; de rigideces en precios, salarios y estructuras que complicarían el ajuste ante un shock externo que afectara asimétricamente a distintos Estados miembros; y de la carencia de un sistema de presupuesto integrado o de mutualización de riesgos fiscales y/o financieros que permitiera compensar las dos limitaciones anteriores. La persistencia e intensidad de las tensiones y las dudas acerca de la viabilidad de la moneda única obligan a actuar sobre estos tres ejes.
Por razones culturales e idiomáticas, el margen de mejora en términos de movilidad del trabajo es limitado y tomará décadas. Ello explica que los esfuerzos se centren en los otros dos frentes: reformar los estamentos institucionales a nivel de país y completar los cimientos de la propia UEM. Por un lado, los países de la periferia europea están inmersos en procesos de ajustes y reformas estructurales que pretenden dotar a sus economías de una mayor flexibilidad y disciplina macroeconómica. Por otro, los últimos consejos europeos han empezado a trazar una hoja de ruta para reforzar la unión monetaria, primero, con una unión bancaria y, más adelante, con avances hacia una unión fiscal.
Aunque inacabada, dicha hoja de ruta ya está en fase de ejecución: en la cumbre de octubre, se acordó la implementación de la primera pata de la unión bancaria, un mecanismo único de supervisión del sector bancario
europeo que pretende estar en marcha antes del 1 de enero de 2013 y que debería cortocircuitar el vínculo vicioso entre riesgo soberano y riesgo bancario mediante la recapitalización directa de la banca. Por otra parte, en diciembre está previsto un informe de los cuatro presidentes (CE, Eurogrupo, BCE, Consejo Europeo) detallando los siguientes avances hacia una mayor integración fiscal.
Hasta aquí se mantiene el consenso y todo el mundo ha empezado a hacer sus deberes –ni que sea empujados por el sentido de urgencia que han impuesto las agudas tensiones financieras y el efecto contagio entre países–. Las diferencias surgen, empero, al fijar dosis y prioridades y derivan, fundamentalmente, de cierta contraposición entre la visión alemana y la visión francesa. La primera está enfocada en el largo plazo y es más ambiciosa en el grado de integración (económica y política) al que aspira. Por ello, exige una mayor disciplina y coordinación de las políticas económicas de los Estados miembros a cambio de respaldar la mutualización de riesgos fiscales y financieros. La visión francesa, en cambio, aboga por un modelo de unión más modesto, principalmente, por ser reacia a excesivas cesiones de soberanía. Desde este punto de vista, la mutualización de riesgos financieros vía unión bancaria sería suficiente para dar mayor robustez a la UEM, viéndose innecesaria, o incluso redundante, la unión fiscal.
Estos desencuentros, obvios y públicos, y que han derivado, a menudo, en cambios de postura (como por ejemplo en lo relativo a la recapitalización directa de la banca española, acordada en la cumbre de junio y cuestionada en la de octubre) suscitan dudas acerca de la implementación de la hoja de ruta y dañan la credibilidad de las autoridades europeas. El «donde dijo digo, digo Diego» se lleva por delante todo atisbo de confianza. De hecho, dichos titubeos y el recelo sobre el éxito de la política de austeridad explican, en parte, las reticencias del Gobierno español a solicitar una línea de crédito preventiva al MEDE.
Y lo cierto es que no hay margen para las dudas. Está en juego no solo una moneda, sino un proyecto que lleva años fraguándose. En el que se ha invertido un enorme capital económico y político. Está en juego el bienestar de varias generaciones de europeos. Está en juego la relevancia geopolítica de Europa en el futuro. Todos los países del euro deben ser conscientes de que una ruptura del euro, traumática o no, tendría consecuencias dramáticas para todos: centro y periferia. Por sus actuaciones en el transcurso de esta crisis, nos consta que lo son: cuando las tensiones los han llevado a mover ficha, todos lo han hecho en la dirección correcta, más Europa, más solidez. Por lo tanto, el primer ingrediente para la viabilidad del euro está presente: un interés común.
Con todo, pensar en negativo no es la ruta que ofrece más garantías para sacar a la eurozona del pozo en el que (ella misma) se ha metido. Como en cualquier relación que se precie duradera, la mejor receta de éxito combina tres elementos: un interés común, confianza y empatía. Lo primero, pues, es reconciliar las diferencias en visiones y articular ese proyecto futuro que ha de ilusionar a todos. Aun así, por sí solo, no será suficiente. Ese proyecto, además de ilusionar, debe ser creíble, porque alcanzarlo llevará tiempo; y comportará sacrificios. Unos sacrificios que solo adquieren sentido si el objetivo vale la pena y es creíble.
Establecer la credibilidad de dicho proyecto exigirá confianza mutua y empatía. Confianza de la periferia en que la estrategia de resolución de la crisis que se impulsa es la más adecuada y en que, en todo caso, si se comprometen a ella, el apoyo de sus socios se mantendrá durante el proceso de ajuste. Confianza del centro en la voluntad de la periferia de corregir sus desequilibrios y en que no se echarán atrás una vez la situación se estabilice. Confianza en que las concesiones en términos de soberanía y la asunción de riesgos compartidos serán equiparables y justas. Y forjar esa confianza exigirá un compromiso firme con el proyecto común pero, sobre todo, empatía; esa maravillosa palabra que significa ser capaz de ponerse en la piel del otro. Los gobiernos y ciudadanos del centro deben entender que los desequilibrios macroeconómicos en la periferia no son enteramente atribuibles a la prodigalidad de sus gobiernos y ciudadanos, que los ajustes que se les exige son dolorosos y que su asunción ya denota compromiso. Los de la periferia también deben comprender que la consolidación fiscal y la competitividad es una estrategia de estabilidad y bienestar futuro y no una obsesión alemana; que sus conciudadanos del centro ya les están ayudando, invirtiendo parte de sus impuestos en el proyecto europeo; que lo que piden son garantías de que la inversión vale la pena y de que no se abusará de su solidaridad. Dicha empatía es clave para cohesionar, agilizar el proceso de negociación y, en última instancia, resolver la crisis.
Se ha comparado la UME a un matrimonio que afronta su primera gran crisis y, como en toda asociación, el desenlace solo depende de la solidez de sus puntales. Los países del euro han demostrado estar convencidos de que el futuro es más y no menos unión; con añadir confianza y una buena dosis de empatía, el devenir de la eurozona quedará blindado.
Este recuadro ha sido elaborado por Marta Noguer
Departamento de Economía Internacional, Área de Estudios y Análisis Económico, "la Caixa"