Del trueque a la criptomoneda: una breve historia del intercambio

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Cristina Farras
15 de mayo de 2018
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Dinero. ¿Qué ha pensado el lector al leer esta palabra: «dinero»? Puede que se haya trasladado a una situación agradable, quizás una velada en un restaurante elegante o unas vacaciones en una playa paradisíaca. Sin duda, algo que le produzca bienestar. Pero no solo eso. Muy posiblemente, también habrá visualizado la imagen de un billete, unas cuantas monedas o una tarjeta de crédito. El dinero no es un coche, ni una comida sabrosa, ni unas vacaciones exóticas. El dinero es una moneda de metal, un billete de papel, una tarjeta de plástico, es decir, un objeto sin valor intrínseco alguno. Imagine que la persona más rica del mundo viaja al pasado y se presenta ante el hombre y la mujer de la Edad de Piedra cargado de sacos llenos de fajos y fajos de billetes: donde nosotros hoy vemos riqueza, ellos verían poco más que papel para hacer fuego. Lo que para ellos sería dar el mejor uso a los billetes, para nosotros sería la destrucción de una fortuna. ¿Qué ha pasado para que unos y otros veamos cosas tan diferentes en un trozo de papel? La respuesta la encontraremos en momentos clave de la historia del dinero.

El nacimiento del dinero

Empezamos esta historia en un tiempo remoto en el que no existía el dinero. Es decir, cuando no se podía vender un producto, como, por ejemplo, un saco de trigo, y obtener un objeto (llamado dinero) cuyo único uso sería volverlo a intercambiar para comprar el producto deseado, como, por ejemplo, unas botas de cuero. En esa época remota, el comercio se vehiculaba con el trueque: si la propietaria del saco de trigo deseaba obtener unas botas de cuero, debía encontrar a alguien que poseyera unas botas y deseara comprar trigo. Para que el trueque funcionara, era necesario que cada parte deseara exactamente lo que la otra parte ofrecía, y en la cantidad y el momento del tiempo en el que lo ofrecía (la llamada «doble coincidencia de deseos»). Como imaginará el lector, este estado de los negocios imponía fuertes restricciones sobre la actividad económica, la especialización y el desarrollo tecnológico: en un ejemplo extremo, si uno se dedicaba en exclusiva a estudiar las leyes del universo, corría el riesgo de morir de hambre, pues no debía ser fácil encontrar a muchos ganaderos y agricultores dispuestos a intercambiar algo de carne y verdura por largas y complejas digresiones de física teórica.

La diversidad y la complejidad de la economía acentuaron los problemas del trueque para encontrar una mutua coincidencia de deseos y se producían largas listas de precios cruzados (si Ernesto intercambió zanahorias por guisantes con Carlos y este cambió algunas zanahorias por madera con Pedro, ¿cuántos guisantes debería ofrecer Ernesto por un trozo de madera?). En esta coyuntura, el dinero ofrecía una tecnología para facilitar los intercambios: emergió como un objeto que, a medida que era aceptado por más gente, permitía vehicular intercambios entre más tipos de bienes. Con su aparición, un carnicero podría comprar verduras, calzado, vestido, etc. sin tener que encontrar un agricultor, un zapatero o un sastre que quisieran vender sus bienes a cambio de carne. De este modo, el carnicero no debía dedicar tiempo a fabricar su propio calzado y vestido y podía especializarse todavía más en la producción de carne. En otras palabras, el dinero no solo actuaba como un lubricante de la economía, al vehicular todo tipo de transacciones, sino que también permitía aumentar el grado de especialización de los trabajadores.

Además de ofrecer un medio de pago, el dinero también satisface otras dos importantes funciones: actúa como unidad de cuenta (fija el precio de todos los bienes y servicios en una misma unidad) y como depósito de valor (lo que permite trasladar fácilmente los recursos entre distintas regiones y momentos del tiempo). Sin embargo, la implementación de esta tecnología no fue fácil y hay una larga y curiosa lista de objetos que sirvieron como dinero en distintas regiones y épocas: dientes de ballena, granos de arroz, caracolas de mar, ganado e incluso esclavos. De hecho, debió requerir cierta valentía aceptar, por primera vez, la venta del producto del propio trabajo (carne, verdura, herramientas, vestido, etc.) a cambio de un diente de ballena o unas cuantas caracolas de mar. Este acto, de hecho, resalta la importancia de la confianza en el prójimo, algo que analizaremos más adelante. En cualquier caso, el objeto que terminó por imponerse fue la moneda metálica (de oro, plata o una aleación de ambas, como la moneda lidia del siglo VI a. de C.), posiblemente favorecida por su valor intrínseco (el propio metal precioso) y el hecho de ser pequeña, duradera y fácil de transportar y de partir en unidades más pequeñas.

De la degradación de la moneda a la aparición de una nueva forma de dinero

La fuerte expansión del comercio en la época del renacimiento europeo hizo que el mercado quedara inundado por monedas procedentes de territorios muy diversos. Además, el comercio requería un espectro más amplio de las denominaciones de la moneda que facilitara tanto las pequeñas transacciones (con monedas de poco valor) como las grandes transacciones (con monedas de elevado valor). Frente a la elevada demanda de monedas de baja denominación (con las que se vehiculaban la mayoría de los intercambios), para el productor de moneda era mucho más rentable producir monedas de alta denominación (puesto que se amortizaba mejor su coste de producción), lo que frecuentemente generaba escasez de monedas pequeñas y alimentaba los incentivos de los agentes privados a producir su propia moneda.

Con la suma de estos elementos, los comerciantes se encontraron con un entorno en el que coexistía una gran diversidad de monedas. Por ejemplo, en 1606, un informe del parlamento holandés identificó 341 monedas distintas de plata y 505 de oro. Además, los productores de moneda mostraban una tendencia sistemática a degradar su valor mediante la reducción tanto del contenido de metal precioso como del propio tamaño de la moneda (véase el caso del penique inglés en el gráfico adjunto). Así, la coexistencia de tantas monedas distintas empezó a ser problemática porque hacía cada vez más difícil y costoso descubrir el verdadero contenido de oro o plata de cada una de ellas. Es más, esta incertidumbre se veía acentuada por el hecho de que era la moneda de baja calidad la que dominaba el mercado: todo el mundo quería deshacerse de las monedas malas y atesoraba las buenas, de modo que, paradojalmente, la moneda de baja calidad acababa siendo la que más transacciones vehiculaba (lo que se denomina «ley de Gresham»).

En esta coyuntura, se produjeron dos grandes innovaciones. Por un lado, la aparición de la prensa cilíndrica permitió mecanizar y estandarizar más la producción de monedas, que pasaron a ser mucho más parecidas entre sí y, por lo tanto, más difíciles de falsificar. Así, los gobiernos aprovecharon esta innovación para incrementar la producción de su moneda a expensas de las otras rivales presentes en el mercado, lo que redujo la diversidad de monedas y empezó a sentar las bases del monopolio que acabarían imponiendo los estados.

Por otro lado, en 1609, se creó en Holanda el Banco de Ámsterdam. En esta importante ciudad comercial de la época, el banco abría cuentas (respaldadas por depósitos de dinero en metálico) para que sus clientes pudieran vehicular los intercambios y transacciones. Así, les ahorraba tener que intercambiar dinero metálico porque las transacciones se saldaban con anotaciones en los libros de contabilidad del banco: a los compradores se les anotaba una reducción de los depósitos y a los vendedores, un incremento. Una característica crucial era que el propio Banco de Ámsterdam se encargaba de analizar el contenido metálico de las monedas y certificar que en las cuentas solo había monedas de buena calidad. De este modo, el banco reducía la incertidumbre y daba seguridad y confianza a los clientes. Pero no solo eso: al vehicular las transacciones a través de los libros de contabilidad, puso en marcha una nueva forma de dinero que ya no se encarnaba directamente en un objeto físico.

El Gobierno toma el control: la creación de los bancos centrales

Otras ciudades, como Rotterdam, siguieron la experiencia del Banco de Ámsterdam y, más tarde, los estados se sumaron a la iniciativa con la creación de los primeros bancos centrales que, poco a poco, conseguirían el monopolio de la emisión de dinero y eliminarían la gran diversidad de monedas en circulación. El primero de ellos fue el Riksbank, el banco central de Suecia, que fue creado en 1668 con la tarea de proporcionar crédito al Gobierno y un sistema de pagos a los comerciantes. Le seguiría el Banco de Inglaterra en 1694, que también nació con el objetivo de ofrecer líneas de crédito al Gobierno para financiar la guerra contra Francia. Además, aunque fue creado como una entidad privada, el Banco de Inglaterra recibió la autorización gubernamental para emitir billetes respaldados por el oro que mantenía en reservas (un privilegio que ningún otro banco tenía). De modo parecido, en 1716, John Law consiguió el apoyo de la monarquía francesa para fundar el Banco General Privado en París, con el que concedía crédito al Gobierno y emitía billetes que, además de estar respaldados por los depósitos de oro, eran atractivos porque el Gobierno francés los admitía como método de pago de impuestos.

Aunque los del Banco de Inglaterra no fueron los primeros billetes (de hecho, los historiadores fijan el nacimiento del dinero papel en China algo antes del siglo X d. de C. y, en el mundo occidental, en las colonias estadounidenses a finales del siglo XVII d. de C.), su buena reputación fue clave para la consolidación del papel moneda. En efecto, el Banco de Inglaterra, que se regía por un sistema de patrón oro (mantenía reservas en oro que aceptaba intercambiar por billetes a una tasa fija), se hizo con el monopolio de la emisión de dinero en Inglaterra gracias al apoyo del Gobierno, que ajustaba la legislación para impedir la emisión de dinero por parte de otros agentes, la buena reputación a la hora de satisfacer las peticiones de reconversión de los billetes en metal y el hecho de que los impuestos se podían pagar con el papel moneda emitido por el banco central.

El papel central en el sistema financiero internacional del siglo XIX que consolidó el Banco de Inglaterra dio paso al dominio de la Fed en el siglo XX. Con su actuación, ambos dejaron claro que los bancos centrales habían ganado el control de la oferta de dinero. De este modo, la emergencia de los bancos centrales no solo redujo la incertidumbre alrededor de la calidad del dinero que circulaba, sino que también impuso un mecanismo para la estabilidad de precios, dado que la convertibilidad de los billetes ataba la oferta de dinero a las reservas de oro. Así, una evolución estable de la oferta de oro impedía una explosión de la oferta de dinero que derivara en explosiones de la inflación. Además, al tener el monopolio de la emisión de dinero, los bancos centrales se convirtieron en bancos de los bancos, dado que les suministraban liquidez, y esto los situó en la posición idónea para gestionar la política monetaria (influenciando el universo de tipos de interés con la liquidez prestada a los bancos comerciales) y jugar un papel de prestamista de última instancia en caso de pánicos bancarios. En conjunto, pues, en poco más de 200 años, los bancos centrales pasaron de ser una fuente de financiación de los gobiernos a entidades independientes que asentaron un entorno de mayor estabilidad macroeconómica y financiera.

El papel de la confianza: In God We Trust

Con el fin del sistema de Bretton Woods en 1971, bajo el cual la Fed se comprometía a convertir billetes de dólar en oro, el mundo pasó a un sistema monetario puramente basado en el dinero fiduciario: hoy en día, si el lector fuera a la ventanilla de la Fed para convertir un billete de dólar, solo recibiría a cambio un mismo billete de dólar. Es decir, el dinero fiduciario se respalda a sí mismo. Su único valor es el hecho de que todos confiamos en que todos aceptaremos ese trozo de papel para vehicular los intercambios. Esto ha llevado a algunos economistas a afirmar que el dinero fiduciario requiere fe en la eternidad: fe en que mañana, pasado, el siguiente y el siguiente, etc. los ciudadanos aceptarán los billetes que hoy poseemos como medio de pago. De hecho, no hay ilustración más clara de esta fe que la inscripción que lleva el propio dólar estadounidense: In God We Trust, es decir, confiamos en Dios (véase la imagen), que muestra, además, que la buena reputación de los bancos centrales fue clave para generar un clima de confianza que permitiera abandonar el colateral metálico del dinero.

Conclusión

Terminamos esta historia volviendo a la pregunta con la que empezábamos: ¿Por qué, al pensar en dinero, evocamos directamente conceptos como riqueza y felicidad, en vez de pensar en un trozo de papel, de metal o de plástico? La respuesta se encuentra en la (prácticamente) infinita liquidez de estos objetos en los que se encarna el dinero. Son tan fáciles de convertir en cualquier tipo de bienes o servicios, que ya los vemos directamente como lo que pueden ser y no como lo que son: objetos sin valor intrínseco alguno. Este salto es el fruto de las mejoras tecnológicas e institucionales que nos han llevado a evolucionar desde una economía basada en el trueque a los actuales sistemas de pagos basados en dinero fiduciario y, de manera creciente, en dinero digital (como las tarjetas de crédito o los sistemas de pago a través de teléfonos móviles), así como de las anotaciones a mano en los libros de contabilidad del Banco de Ámsterdam a los registros electrónicos de las cuentas bancarias actuales. ¿Cuál será el próximo paso en esta historia del dinero? ¿Serán el bitcoin u otras criptomonedas la siguiente revolución? Invitamos al lector a avanzar su viaje hacia el futuro en los próximos artículos de este Dossier.

Cristina Farràs y Adrià Morron Salmeron

CaixaBank Research

Cristina Farras
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    Digitalización y tecnología

    Claves para entender cómo la digitalización y las nuevas tecnologías están transformando de manera profunda la economía y el funcionamiento de la sociedad.