El alma de las empresas
En las aulas de la mayoría de escuelas de negocios se enseña que el objetivo que deben perseguir las empresas es la maximización del valor para el accionista. En la práctica, ello se ha interpretado generalmente como maximizar el precio de la acción. No obstante, la toma de decisiones basada solamente en el valor de las acciones puede conllevar una visión cortoplacista que puede perjudicar la viabilidad de la empresa a largo plazo y, al fin y al cabo, menoscabar los intereses de los propios accionistas. Para evitar tal comportamiento, las empresas pueden adoptar mecanismos de gobierno corporativo que protejan al conjunto de los interesados que mantienen relaciones contractuales con la empresa (stakeholders). En este artículo se analizan, en primer lugar, el paradigma de la maximización del valor para el accionista y sus limitaciones y, en segundo lugar, algunas propuestas alternativas que promueven la generación de valor a largo plazo para todos los stakeholders.
Según la teoría económica neoclásica, el objetivo de la empresa es la maximización de beneficios. En un mercado eficiente, con competencia perfecta e información completa, el precio de la acción es la mejor estimación del valor de la empresa ya que corresponde al valor presente de los beneficios esperados en el futuro. Los accionistas, como propietarios de la empresa, se preocupan de obtener la máxima rentabilidad de su inversión y, en consecuencia, la toma de decisiones empresariales se puede resumir de forma muy sencilla: se deben aceptar todos aquellos proyectos que aumenten el valor de la acción y rechazar aquellos que lo reduzcan.
En la práctica, dado que las grandes empresas cotizadas cuentan con una estructura de propiedad muy dispersa, cada uno de los accionistas de forma individual tiene pocos incentivos a ejercer el control sobre los gestores. En este contexto, la disciplina de mercado desempeña un papel fundamental en el control de la gestión empresarial. Por un lado, desde el punto de vista individual, el accionista tiene la posibilidad de vender sus acciones en el mercado (una práctica denominada the Wall Street walk). Por otro lado, desde el punto de vista del conjunto de la empresa, el mercado del control societario permite que otra empresa aproveche la oportunidad para hacerse con las riendas de la gestión a un precio bajo, mediante lo que se conoce como una oferta pública de adquisición (OPA) hostil. De todos modos, para que estos mecanismos de control externo funcionen, es imprescindible que el mercado bursátil sea amplio, ágil y muy líquido, que el precio de la acción refleje, en gran medida, el valor fundamental de la empresa, y que no haya impedimentos legales a las OPA.
En la realidad, sin embargo, las empresas operan en un entorno de mercados imperfectos e incertidumbre. Ello implica que el precio de la acción puede desviarse de su valor fundamental (véase el artículo «La formación de los precios en los mercados financieros: entre la razón y la emoción» en este mismo Dossier), lo que supone una importante limitación para el correcto funcionamiento de los mecanismos de disciplina de mercado descritos anteriormente. En consecuencia, se suelen adoptar mecanismos de control interno que ayuden a la consecución del objetivo de maximizar el valor para el accionista. La teoría desarrollada por Jensen y Meckling (1976) supuso un paso importante para reconocer de forma explícita los problemas de los incentivos derivados de la separación entre propiedad y control. Para alinear los incentivos de los directivos con los intereses de los accionistas, argumentan, se deben diseñar sistemas de compensación que liguen la retribución de los directivos al desempeño empresarial (pay for performance). La adopción de estas prácticas en el mundo empresarial ha sido masiva: la retribución variable de los directivos se ha incrementado exponencialmente en las últimas dos décadas y, además, para que esta sea más sensible a la evolución del precio de la acción, se han adoptado fórmulas como las opciones de compra de acciones (stock options) que permiten ligar la retribución de los directivos al aumento (pero no al descenso) del precio de la acción (véase el primer gráfico).1
Con todo, cada vez hay más evidencia de las consecuencias perniciosas de tales sistemas de incentivos, especialmente porque priman la consecución de beneficios a corto plazo en detrimento de la creación de valor a largo plazo. La presión que tienen los directivos para incrementar el valor presente de la acción se ve reforzada por los analistas, que realizan predicciones sobre la evolución empresarial a muy corto plazo, y por algunos accionistas que tienen un horizonte temporal de inversión corto. El trabajo de Graham et al. (2005)2 es una clara ilustración de este fenómeno. Mediante encuestas a directores financieros de grandes empresas en EE. UU., encuentran que cerca de la mitad de ellos rechazaría proyectos de valor presente neto positivo si su aceptación implicara no cumplir con las expectativas de los analistas sobre los beneficios trimestrales. Es decir, la mayoría de directivos se muestra dispuesta a sacrificar el valor a largo plazo por ganancias a corto plazo con el fin de no defraudar las expectativas de mercado. Este resultado muestra que las presiones de mercado a las que están sujetas las empresas cotizadas tienen importantes consecuencias sobre sus decisiones de inversión. Según un estudio de Asker et al. (2013), la inversión anual de las empresas cotizadas representa, en promedio, un 4,4% del total de activos, una cifra sensiblemente inferior a la ratio de inversión de un grupo comparable de empresas no cotizadas, que se sitúa en el 6,8% (véase el segundo gráfico). Además, la inversión en I+D también es menor, ya que se caracteriza por un mayor tiempo e incertidumbre hasta la obtención de flujos de caja, y la distribución de dividendos suele ser superior. Ello acaba repercutiendo en un menor valor de la empresa, perjudicando a todos los interesados en ella, incluyendo a los mismos accionistas. Además, la generalización del problema de subinversión empresarial puede tener consecuencias macroeconómicas relevantes, reduciendo la acumulación de capital y menoscabando la capacidad competitiva de las empresas a nivel global.
Ante esta evidencia, cada vez son más las voces críticas respecto al paradigma de la maximización del valor para el accionista. Al mismo tiempo, las teorías que tienen en cuenta una visión más amplia del objetivo empresarial van ganando adeptos.3 Según estas teorías, los accionistas no son los únicos propietarios de las empresas. Los empleados, los proveedores, los clientes y los tenedores de bonos, además de los accionistas, también tienen relaciones contractuales con la empresa que les otorgan derechos de propiedad sobre los ingresos empresariales generados. La empresa se entiende como un mecanismo de coordinación de las inversiones específicas de todos los stakeholders, lo que hace necesario que las relaciones entre ellos se basen en la confianza mutua y en el compromiso con la empresa. Conseguirlo, sin embargo, no es una tarea sencilla. Algunas empresas optan por hacer explícitos unos valores empresariales o por definir una misión más allá de la consecución de beneficios empresariales. Con ello se pretende, por ejemplo, que los empleados tengan una mayor motivación intrínseca al sentirse identificados con los valores empresariales, o que sea percibido como un elemento diferenciador por parte de los clientes.
Conseguir el compromiso a largo plazo del capital puede resultar algo más complejo debido a la posibilidad que tienen los accionistas de vender sus acciones y retirar el capital de la empresa en cualquier momento. Esta práctica puede resultar perniciosa para el resto de stakeholders ya que el valor de sus inversiones específicas se reduce ante un comportamiento oportunista de los accionistas. Para evitarlo, es necesario establecer mecanismos que comprometan el capital de forma duradera. En este sentido, destaca la propuesta de Colin Mayer (2013) de asignar el poder de votación a los accionistas en función del tiempo de compromiso de sus inversiones.4 También resultan interesantes los nuevos modelos empresariales que, además de maximizar beneficios, también persiguen objetivos de carácter social o medioambiental, como por ejemplo las corporaciones de beneficio (B corps). Estas empresas reconocen la diversidad de objetivos e intereses de los accionistas, que, además de rentabilizar su inversión, buscan responder a los retos globales sociales y ambientales y tener un impacto positivo en el mundo. Lejos de ser un modelo utópico, las B corps constituyen un ejemplo de éxito empresarial. El compromiso que adquieren estas empresas no es simplemente retórico. Mientras que una empresa tradicional puede abandonar los fines altruistas cuando lo considere oportuno, las B corps deben responder ante los accionistas sobre la consecución de la misión social de la misma forma que lo hacen sobre los beneficios. El coste reputacional de abandonar dichos fines sociales sería demasiado grande.
En conclusión, el debate sobre cuál debe ser el objetivo que persiguen las empresas sigue abierto. La focalización a corto plazo ha infligido numerosos perjuicios y por ello son positivas aquellas prácticas empresariales que den más peso a largo plazo. Los inversores también necesitan mecanismos que les permitan comprometerse a largo plazo.
Judit Montoriol-Garriga
Departamento de Macroeconomía, Área de Planificación Estratégica y Estudios, CaixaBank
1. Frydman y Jenter (2010) «CEO Compensation».
2. Graham, Harvey y Rajgopal (2005) «The Economic Implications of Corporate Financial Reporting», Journal of Accounting and Economics.
3. Stout, L. (2013) «The shareholder value myth».
4. Mayer, C. (2013) «Firm Commitment: Why the corporation is failing us and how to restore trust in it».