¿Vientos de estanflación?
Todavía estamos muy alejados de un escenario de estanflación parecido al de la década de los setenta, que es la gran fuente de preocupación de un buen número de economistas.
Las dinámicas macroeconómicas que conlleva una crisis tan especial como la actual están siendo difíciles de anticipar, no en vano estamos afrontando el mayor desajuste entre oferta y demanda de las últimas décadas. En un mundo de sofisticadas cadenas de valor y de just in time, la producción global de bienes y servicios ha sido incapaz de responder en los últimos meses, tanto al fuerte aumento de la demanda tras el final de los confinamientos como a los cambios en los patrones de consumo de los agentes provocados por la COVID-19. Los cuellos de botella provocados por estos desajustes, unidos a la escalada de los precios de la energía y a las perturbaciones en el mercado de trabajo ocasionadas por la pandemia, han originado un inesperado repunte de los precios, como refleja el importante cambio en las previsiones de inflación que se ha producido en los últimos meses.
Mientras en abril el consenso de analistas anticipaba que la inflación se situaría este año en el 2,6% en EE. UU. y en el 1,6% en la eurozona, ahora la predicción ha aumentado hasta el 4,3% y el 2,2%, respectivamente. De momento, casi un semestre después de que se produjeran las primeras sorpresas al alza de los precios, sigue predominando la consideración de que este repunte es transitorio y, por tanto, se espera su dilución en cuanto la oferta se haya adaptado a las nuevas preferencias de los agentes y se hayan resuelto los desajustes en el mercado energético y en el laboral. Pero cuanto más dure la subida de precios, más difícil será revertirla. Hay que tener en cuenta que los agentes económicos pueden soportar una erosión transitoria de sus márgenes o de la renta disponible, pero, si se ven afectadas las expectativas de inflación, se puede disparar el riesgo de efectos de segunda ronda. Sobre todo, cuando hablamos de deslizamientos inesperados en componentes tan sensibles de la cesta de consumo como los relacionados con los precios de la energía.
Y, en este sentido, aunque las perspectivas para el invierno no son muy tranquilizadoras, pues en mercados como el del gas natural se está produciendo un desajuste a escala mundial entre oferta y demanda, también es cierto que la producción debería ser capaz de ajustarse a la demanda a partir de la primavera y provocar una importante corrección en los precios. De todas formas, más allá de las tendencias a corto plazo, lo que se empieza a poner de manifiesto es que la transición energética va a tener importantes costes de ajuste (greenflation) que deberán repartirse de forma equitativa entre los agentes.
Sin embargo, pese al ruido de las últimas semanas, las expectativas de inflación a medio plazo (5Y/5Y) siguen contenidas (1,7% en la eurozona y 2,4% en EE. UU.), aunque se empieza a detectar una ligera erosión de la confianza de las familias, que se está transmitiendo a las decisiones de consumo. Nada alarmante, teniendo en cuenta que el exceso de ahorro acumulado en los confinamientos sigue siendo muy elevado (45.000 millones de euros en España), lo que supone un importante colchón para hacer frente a deterioros puntuales de la renta disponible como el que cabe esperar para los próximos meses.
El reciente empeoramiento de la combinación de crecimiento/inflación es fruto de las dinámicas de una recuperación asimétrica y que, además, seguirá sometida a una elevada incertidumbre los próximos trimestres. Pero todavía estamos muy alejados de un escenario de estanflación parecido al de la década de los setenta, que es la gran fuente de preocupación de un buen número de economistas. En primer lugar, porque la economía mundial es mucho más flexible que hace 50 años. También porque la política económica, especialmente en su vertiente monetaria, tiene los instrumentos (y la independencia) para responder a un riesgo de este tipo. Y, sobre todo, porque parece difícil pasar del riesgo de japonización al de estanflación en poco más de 18 meses, cuando las grandes tendencias que nos habían aproximado a una situación de estancamiento secular siguen muy presentes (envejecimiento de la población, exceso de ahorro sobre inversión, baja productividad, etc.).
Otra cosa diferente son los episodios de inestabilidad financiera que puede provocar el proceso de normalización monetaria ya en marcha (Noruega, Brasil, México, Colombia, Perú, Hungría, Rusia, Republica Checa y Turquía subieron tipos en septiembre y Nueva Zelanda, en octubre). Los problemas de Evergrande en China, más allá de su carácter idiosincrático y su limitado riesgo de contagio al resto del mundo, reflejan que la estabilidad financiera va a requerir, al menos, tanta atención como la inflación por parte de los bancos centrales en el mundo pospandemia.