El Banco Central Europeo (BCE) decidió el pasado 6 de febrero mantener sin cambios los parámetros de su política monetaria. Aunque no fue una sorpresa, lo cierto es que la posibilidad de que adopte, más pronto que tarde, medidas expansivas adicionales acapara la atención de los mercados desde hace semanas. De hecho, de cara a la reunión de marzo la expectación es elevada. Los motivos que podrían empujar en tal dirección se remiten a dos cuestiones de enjundia desigual. En un plano preeminente, el riesgo de deflación que todavía planea sobre la eurozona en el contexto de una recuperación incipiente y vulnerable. En un ámbito más acotado y técnico, las tensiones que recientemente se han observado en los tipos de interés interbancarios.
A mediados de noviembre, los tipos monetarios a muy corto plazo empezaron a mostrar un comportamiento alcista y volátil, poniendo en entredicho el objetivo manifestado por el BCE de mantenerlos estables tan cerca de cero como fuera posible. La causa se encuentra en la combinación de dos factores. De entrada, la reducción del exceso de liquidez de los bancos en el BCE, fruto a su vez de la devolución anticipada de los préstamos a largo plazo que recibieron a finales de 2011. En última instancia, este desarrollo es reflejo de la reconducción progresiva de la crisis de deuda soberana y bancaria de la eurozona y, por lo tanto, es razonable. Pero se intensificó por un efecto «foto de fin de año»: el deseo de las entidades de no mostrarse dependientes de la financiación del BCE, máxime considerando que los balances de cierre de 2013 serán el punto de partida del ejercicio de evaluación de la solvencia bancaria que las autoridades europeas llevarán a cabo los próximos meses.
Dado que durante enero las tensiones no remitían, las llamadas a la actuación del BCE proliferaron. La lista de medidas disponibles para atajar este problema es larga: rebajar el tipo de los préstamos (ahora en el 0,25%), relajar las garantías exigidas a los mismos, situar en negativo la remuneración de la facilidad de depósito (ahora en el 0%), reducir la cuantía de las reservas obligatorias, dejar de esterilizar los bonos del programa SMP, etc. Todas ellas son técnica, jurídica y políticamente factibles. Y su efectividad sería elevada, tanto más si se combinan entre sí. Cabe pensar que el BCE decidió no utilizarlas en febrero al interpretar que las tensiones tenderían a remitir. De hecho, en la segunda mitad del mes ya se ha percibido una mejoría notable. La espera podría estar permitiendo agotar el efecto fin año y dar tiempo para el aprendizaje: los operadores del mercado interbancario, acostumbrados durante muchos meses a un entorno de liquidez superabundante, pudieron verse sorprendidos por el brusco descenso de la misma, y han tardado un poco en adaptarse a un entorno más normalizado (pero aún holgado).
Sea como fuere, la visión optimista es que las medidas enunciadas podrían resolver con relativa facilidad episodios como el vivido. Con otro instrumento ya utilizado en el pasado, como son los préstamos a largo plazo (LTRO), también sería posible contener los tipos del mercado monetario cerca de cero en caso de presiones más intensas.
Sin embargo, hay una visión menos tranquilizadora: para salir al paso de un eventual aumento del riesgo de deflación cuando ya se ha alcanzado el denominado zero lower bound, estas armas parecen modestas. Al menos comparadas con el arsenal que hemos visto desplegar a la Fed y al Banco de Japón en los ámbitos de quantitative easing y forward guidance. Previamente a consideraciones conceptuales y prácticas sobre su eficacia, el gran problema reside en que el BCE toparía con serios obstáculos legales y políticos si pretendiera replicar las actuaciones de esos dos bancos centrales. Los precedentes así lo indican. Por un lado, se necesitó una situación de emergencia extrema para aprobar el programa OMT, no sin la objeción del Bundesbank, y con semáforo ámbar a regañadientes por parte del Tribunal Constitucional alemán. Por otro, la propuesta para que el BCE se implicara junto al BEI en la financiación de las pymes ha quedado en vía muerta. En última instancia, y si el riesgo de deflación se hiciera más patente, lo más probable es que las autoridades europeas volverían a dar un paso adelante, avalando un campo de actuación que permitiera al BCE aplicar medidas contundentes. No parece que esto vaya a ocurrir por el momento, dado que el riesgo de deflación no es, hoy por hoy, lo suficientemente intenso como para hacer saltar los resortes políticos. Sin embargo, y en parte precisamente por ello, no es en absoluto desdeñable la posibilidad de que el BCE recurra pronto a alguna de las armas ligeras antes mencionadas, como medida preventiva que señalice a los agentes su voluntad de combatir una inflación excesivamente baja.