El futuro del comercio mundial
El mes de enero no trajo buenos augurios para el comercio mundial. En su primera semana como presidente, Donald Trump confirmó la retirada de EE. UU. del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, reiteró su intención de renegociar el acuerdo de libre comercio de Norteamérica y puso encima de la mesa la posibilidad de financiar la construcción de un muro en la frontera con México con un arancel del 20% sobre las importaciones provenientes del país vecino. Al otro lado del Atlántico norte, Theresa May dejó claro que el Reino Unido se encamina hacia un brexit duro que lo situará fuera del mercado único europeo. Aunque su intención expresa es negociar tratados de libre comercio con la UE y otros países, completar estos acuerdos puede llevar años y no está claro que, cuando se consigan, faciliten un intercambio tan fluido de bienes y servicios como el actual.
La actitud que adopte la Administración norteamericana será especialmente importante para el devenir del comercio mundial. Si bien durante la campaña electoral el «candidato» Trump tuvo un discurso abiertamente proteccionista, del «presidente» Trump se esperaba –y aún esperamos– una orientación más pragmática.
EE. UU. tiene razón en que sus exportaciones de bienes y servicios no reciben, en determinados países, un trato comparable al que ellos ofrecen a las importaciones de esas mismas jurisdicciones. Esta situación es fruto, fundamentalmente, de la contraposición de dos modelos de entender el comercio internacional: el liberal y el mercantilista. EE. UU. ha abrazado durante décadas (con pocas excepciones) un enfoque liberal que prioriza la eliminación de trabas a las importaciones, en beneficio de las empresas, que pueden aprovechar cadenas de suministro globales, y de los consumidores, que consiguen tener acceso a una mayor variedad de productos y a mejor precio. Otros países han optado por un enfoque mercantilista, protegiendo algunos sectores de la competencia internacional e incentivando las ventas al exterior con subsidios o una moneda débil.
Para intentar conseguir un trato más simétrico, la Administración Trump puede elegir entre dos alternativas con implicaciones muy distintas: negociar un mejor acceso de sus exportadores a los mercados internacionales o entorpecer las importaciones de bienes y servicios con la imposición de barreras comerciales –arancelarias o de otro tipo–. En ese sentido, no está claro qué pretendía el candidato Trump cuando apuntaba la posibilidad de introducir aranceles del 35%-45% sobre las importaciones mexicanas o chinas; si lo hacía como una amenaza para alcanzar lo primero o como una propuesta para conseguir lo segundo –en palabras recientes del principal empresario mexicano, Carlos Slim, si lo hacía en calidad de «negotiator» o de «terminator»–. Por el bien de la economía mundial, y de los propios EE. UU., esperemos que se trate de una estrategia negociadora y que la amenaza nunca llegue a cumplirse. De lo contrario, estaríamos ante un serio riesgo de guerras comerciales y de repliegue del comercio mundial.
EE. UU. también podría implementar otras medidas que ayudarían a mejorar la competitividad de sus empresas y a reducir su déficit comercial, próximo al 3% del PIB. Un ejemplo sería la reforma del impuesto de sociedades, que con uno de los tipos impositivos más altos del mundo (aproximadamente un 39% incluyendo federal y estatal) desincentiva la producción doméstica y la repatriación de beneficios por parte de las multinacionales. Otro sería un programa de inversiones en infraestructuras para modernizar el sistema de transporte y de suministro energético. Se trata de dos reformas que contribuirían a impulsar no solo el crecimiento del comercio sino también el económico tanto en EE. UU. como a escala global. Resulta alentador que ambas propuestas estuvieran incluidas en el programa electoral del presidente. Esperemos que las valore seriamente.