El rebote del PIB del 3T fue una muy buena noticia. La actividad, que había caído un 22% en la primera mitad del año, recuperó en el 3T más de la mitad del terreno perdido. Este dato fue mucho mejor del que preveíamos la mayoría de los analistas, aunque los datos más recientes, como los de la EPA, ya apuntaban a que nuestras previsiones se iban a quedar cortas. Y como no revisamos las previsiones todos los días –volveríamos locos a los que las siguen y nos volveríamos locos nosotros–, cortos nos quedamos.
La noticia, sin embargo, ha quedado ensombrecida por la nueva ola de contagios que estamos viviendo, unos rebrotes que amenazan con hacer retroceder la actividad en el cuarto trimestre del año. A lo largo del 3T, la actividad ya fue de más a menos. Con el endurecimiento de las restricciones de distanciamiento social con las que hemos comenzado el 4T, será difícil evitar que se produzca un nuevo retroceso del PIB.
La situación que vivimos ha vuelto a situar en el centro de la discusión la supuesta dicotomía entre salud y economía. ¿Pero existe tal dicotomía? En cierto sentido, sí. Ante el riesgo inminente de colapso del sistema sanitario, una situación que dispararía el número de muertes, quizás no hay más remedio que «cerrar la economía». Lo que nos debemos preguntar es si se puede evitar llegar al punto en el que nos tenemos que enfrentar a tal dicotomía. Y la respuesta es que quizás sí. Como mínimo, merece la pena hacer todo lo posible para intentarlo. Permítanme un símil bélico. ¿Se pueden ganar guerras sin daños colaterales masivos? Sí, con armas y estrategias de precisión.
¿Qué estrategias son las más adecuadas para luchar frente a la COVID-19 y evitar daños colaterales masivos sobre la economía? Hace tiempo que nos lo dicen los expertos: a nivel individual, comportamientos responsables –higiene de manos, distancia, mascarilla y aislamiento en caso de contagio– y, a nivel de gestión sanitaria, capacidad de detección de casos y rastreo de contactos. Si hacemos funcionar estas estrategias, no hay dicotomía entre salud y economía. Ambas van de la mano.
China es quizás un ejemplo del que se pueden extraer lecciones. Allí, la pandemia parece estar bajo control y la economía ya ha rebotado por encima de los niveles pre-COVID. Algunos dirán que el sistema político chino y su capacidad para coartar libertades es lo que explica el aparente éxito de aquel país, pero me pregunto en qué medida el sistema político tiene algo que ver con la voluntad y capacidad de realizar 9 millones de test en pocos días, tal y como sucedió en la ciudad de Qingdao tras descubrirse un pequeño brote. Más cerca aún, Eslovaquia se ha propuesto recientemente testear a toda su población adulta en unos pocos días con test rápidos para detectar casos asintomáticos y frenar la propagación del virus. Los test rápidos pueden ser una herramienta eficaz de gestión y control de la pandemia.
Dedicar recursos a las capacidades de testeo y rastreo de casos es, en estos momentos, la mejor política económica. Pero, desde luego, no es la única que se debe llevar a cabo. Como muestra el Dossier de este Informe Mensual, el sector público está jugando un papel fundamental de apoyo a las personas que hubieran perdido buena parte o todos sus ingresos por culpa de la pandemia. Esta política de mantenimiento de rentas no ha sido solo clave para mitigar el aumento de la desigualdad, sino que también ha contribuido a mantener el pulso de la economía. Otro ejemplo que rompe esquemas: menor desigualdad y más eficiencia económica pueden ir de la mano. Estamos ante unas circunstancias en las que se impone la necesidad de repartir los costes de la crisis, tanto por cuestiones de eficiencia como de equidad.