Los efectos del giro iliberal: poca evidencia, mucha preocupación
En 1972, en la cena histórica en la que Richard Nixon y Zhou Enlai sancionaron la restauración de las relaciones diplomáticas entre EE. UU. y China, alguien preguntó al mandatario chino sobre su opinión respecto a la Revolución francesa de 1789 y este, tras pensar largamente, respondió «es demasiado pronto para valorarla».
Aunque es probable que esta anécdota, como muchas que rodean a frases célebres, sea de fiabilidad dudosa, sí creemos que es aplicable a otra revolución, más silenciosa y menos mediática porque no implica barricadas ni tomas de la Bastilla, que aquí hemos denominado giro iliberal. Como seguidamente defenderemos, quizás es todavía demasiado pronto para evaluar sus efectos, pero, a diferencia de Zhou Enlai, nosotros sí creemos que existen elementos suficientes para alertar de los riesgos que comporta. Vayamos, pues, por partes.
Cuando analizamos si el cambio en la medida de iliberalismo agregado que se ha propuesto en el artículo «El giro iliberal de la política económica: ¡que hablen los datos!» del presente Dossier tiene impacto sobre variables macroeconómicas clave, los resultados son poco concluyentes. Si el aumento del giro iliberal se correspondiese con un empeoramiento del crecimiento potencial, estaríamos en condiciones de defender que dicho giro afecta a la línea de flotación de las economías. Sin embargo, no se observa ninguna relación estadísticamente significativa entre ambas variables. Una segunda hipótesis podría ser que el iliberalismo erosionase las expectativas de inflación. Aquí, de nuevo, los datos no avalan dicha premisa. Finalmente, ¿podría ser que, a pesar de no lastrar el crecimiento ni la estabilidad de precios, sí afectase a nivel de percepción de riesgo país? De nuevo, el cambio en el nivel de riesgo país en los países estudiados no parece estar causado por el giro hacia la iliberalidad, de manera que los inversores no se inclinan claramente a considerar con mayor riesgo aquellos países que más han abrazado la agenda no liberal.
Si abandonamos como variable explicativa nuestra medida de iliberalidad agregada, y utilizamos las distintas medidas que aproximan el giro iliberal para las siete dimensiones antes mencionadas (recordemos: política de competencia iliberal, iliberalismo macroeconómico, restricciones al comercio internacional, restricciones a la inversión extranjera directa [IED], restricciones a la inmigración, antimultilateralismo y política industrial iliberal), los resultados apenas mejoran. Así, ni las expectativas del crecimiento a largo plazo ni la inflación parecen haber cambiado debido a variaciones en el nivel de iliberalidad en ninguna de estas dimensiones, y solo el aumento en el nivel de riesgo país parece tener relación con variaciones en algunas de dichas dimensiones. Concretamente, en aquellos países en los que los partidos han propuesto en sus programas introducir medidas que restringen, de alguna u otra forma, la IED, se ha visto un movimiento en los indicadores de riesgo país que parece señalar una valoración más negativa por parte de los inversores. Con todo, dado que la causalidad en este ámbito es compleja y que el número de observaciones es bajo (es un aspecto sobre el que muchos partidos y países no opinan en sus programas), hay que leer con un punto de prudencia este resultado.
En definitiva, la evidencia empírica no es concluyente respecto a los efectos del giro iliberal. Pero una actitud desdeñosa respecto a los posibles efectos negativos de dicho giro podría estar fuera de lugar. Para avanzar en esta línea, es importante saber por qué los datos pueden enmascarar riesgos para la prosperidad futura.
De entrada, que no seamos capaces de constatar un efecto económico puede deberse a que están operando dos tipos de discontinuidades entre causa (giro iliberal) y efecto (impacto sobre la economía). La primera se debería a que el proceso de implementación de políticas es complejo. Así, un cambio en las preferencias (que es lo que somos capaces de medir con nuestra metodología, que, recordamos, se basa en la lectura de programas electorales) podría no ser determinante para que la política económica cambie en idéntico sentido y con la misma intensidad. Podría ser, por ejemplo, que los partidos propusiesen una agenda iliberal para ganar elecciones pero que, después, en el Gobierno, realizasen una política económica más ortodoxa (por ejemplo, por presiones de los inversores internacionales o por la existencia de un sistema institucional que arbitrase como contrapeso a las tendencias iliberales).
Con todo, es cierto que, en general, el cambio de preferencias acostumbra a verse reflejado en nuevas políticas económicas o variaciones de las existentes. Incluso si este es el caso, una segunda discontinuidad entre causa y efecto podría estar actuando: dado que muchas de las medidas en las que se materializa este alejamiento del consenso liberal tienen carácter estructural, en muchos casos es probable que, sencillamente, aún no haya transcurrido tiempo suficiente para que las nuevas políticas tengan un efecto significativo.
¿Cómo deben leerse los resultados anteriores (o, en puridad, la falta de estos)? Cualquier atisbo de complacencia debe ser inmediatamente descartado. Aunque la evidencia empírica no ha constatado unos efectos macroeconómicos claramente negativos, como se ha dicho, es posible que sea cuestión de tiempo el hecho de que vayan emergiendo. Además, tampoco conocemos el contrafactual: que un país aplique una agenda iliberal con rotundidad y su crecimiento potencial no se modifique sensiblemente no nos dice nada sobre qué podría haber pasado si se hubiese mantenido la política económica en coordenadas liberales (podría, por ejemplo, haber crecido más).
Con todo, hay que poner sobre la mesa otra posibilidad, y esta es una conclusión que como economistas nos puede incomodar: podría ser que una agenda no liberal pudiese tener efectos no tan negativos como cabría esperar. Aquí entramos en arenas movedizas intelectuales y hay que operar con precaución. De entrada, hay que recordar que existe cierto consenso en el hecho de que los principios económicos de primer orden que explicitábamos en el artículo «Formas iliberales de política económica: ¿evolución o cambio radical respecto al consenso existente?» del presente Dossier se pueden modular a distintas circunstancias, de manera que podrían tomar formas diferentes para países en distintas etapas de desarrollo.
El caso más paradigmático en este ámbito es el estudio de los países emergentes, en el cual se constata que muchos países, en particular los asiáticos, han optado por mantener protegidos ciertos sectores estratégicos hasta que han estado en condiciones de resistir a la competencia internacional.
Pero modular los principios es muy distinto a anularlos. Es ilustrativo, en este sentido, el caso de las políticas económicas heterodoxas que se siguieron en diferentes países de América Latina en las décadas de 1970 y 1980, o en Venezuela ya en este siglo, y que generaron fuertes desequilibrios macroeconómicos que acabaron desestabilizando estas economías y generando pérdidas abultadas de bienestar económico.
Con todo, fuera de errores de bulto como los anteriores y suponiendo que estemos hablando de países con un nivel de desarrollo equiparable, ¿podría ser que el iliberalismo funcionase económicamente a veces? La literatura sobre los efectos económicos del populismo, que tiene paralelismos con el tipo de reflexión intelectual que aquí planteamos al lector, y que está solo en una fase incipiente de desarrollo académico, sugiere que un elemento clave es determinar qué tipo de restricciones eliminan las políticas no ortodoxas.1 Una parte de la agenda de política económica liberal pivota alrededor de restricciones, bien tecnocráticas (un banco central independiente, reglas fiscales, etc.), bien externas (por ejemplo, abrirse a los capitales internacionales implica disciplina fiscal). Si se eliminan restricciones que han estado fijadas porque determinados grupos de poder las habían establecido para su beneficio (por ejemplo, no todas las formas de integrarse en la globalización son neutrales ya que existe la evidencia de que a veces reflejan las preferencias de determinados sectores económicos y no del conjunto de la población), entonces podría existir una ganancia de eficiencia. Así, la paradoja es que una medida antiliberal podría permitir recuperar una situación que el consenso liberal perseguía y que, en cierta medida, había sido pervertida.
Pero incluso si este es el caso, la cuestión de fondo es que esta tentación de liberarse de restricciones suele entrañar peligro y que la tentación podría acabar laminando los límites que tanto han costado consensuar y de los que existe evidencia amplia de sus efectos beneficiosos. Solo por poner un ejemplo muy claro: se tardó cerca de dos décadas a que una mayor parte de los países emergentes se dotasen de bancos centrales independientes, pero en cambio se está sacrificando dicha independencia con una celeridad preocupante en países que hasta hace poco se consideraban modélicos. ¿Se está jugando con fuego?
Además, y lo que sigue apunta a un riesgo incluso más grave, debería tenerse en cuenta que la ruptura del consenso liberal tiene consecuencias que van más allá de lo estrictamente económico. En una sociedad en la que la semilla de la iliberalidad germina, es complicado pensar que la tentación antiliberal va a constreñirse al ámbito de la política económica, con el riesgo de deriva antidemocrática que ello comporta. La historia nos recuerda que siempre que se ha dado un giro que ha erosionado de forma apreciable normas pluralistas, democráticas y liberales, el camino seguido ha acabado mal. Esperemos que este Dossier, con su esfuerzo de caracterización y medida, sea una pequeña aportación a un debate fundamental en el que no nos podemos equivocar.
1. Véanse Dornbusch, R. y Edwards, S. (1991). «The Macroeconomics of Populism in Latin American». Chicago: Universidad de Chicago. Y Rodrik, D. (2018). «Is Populism Necessarily Bad Economics?» AEA Papers and Proceedings, vol. 108, pp. 196-99, por ejemplo.