En las pasadas elecciones presidenciales estadounidenses, uno de los pocos puntos en común de los programas electorales del entonces candidato republicano (y hoy presidente) Trump y la demócrata Clinton era el de la necesidad de aumentar el gasto en infraestructuras. Y es que parece existir un claro consenso en EE. UU. sobre esta cuestión. En el ámbito económico hay quienes argumentan que un mayor y mejorado stock en infraestructuras podría corregir el menor crecimiento de la productividad. Más allá del perímetro económico, hay quienes simplemente desean unas carreteras sin agujeros y unos puentes en buenas condiciones.
A estos últimos, de hecho, no les falta razón. Alrededor del 25% de las carreteras estadounidenses se encuentran en una condición pobre, más del 40% de las vías tienen problemas de congestión, un problema que ha aumentado un 36% en los últimos seis años, y la evolución de la calidad de las infraestructuras estadounidenses en su conjunto ha sido de las más desfavorables de entre los países avanzados.1
En este sentido, según la Sociedad Americana de Ingenieros Civiles (ASCE), existe una importante brecha entre la inversión en infraestructuras prevista y la inversión óptima en los próximos 10 años. Y aunque es innegable que la ASCE puede tener cierto interés en exagerar la necesidad de aumentar el gasto en infraestructuras (puesto que les beneficia de manera directa), la estimación de la brecha de 144.000 millones de dólares anuales (equivalente al 0,9% del PIB) es, cuanto menos, reveladora. Asimismo, y a pesar del significativo incremento en el gasto federal en la mejora y el mantenimiento de las carreteras impulsado por la Administración Obama,2 se trata de una brecha que hace años que se arrastra y que comporta un coste económico sustancial: de 147.000 millones de dólares en 2015, según la propia ASCE, y que corresponde al mayor gasto en reparaciones de los vehículos, aumento en el tiempo de desplazamiento, inseguridad para los ciudadanos y costes medioambientales.
Desde un punto de vista estrictamente económico, los beneficios de invertir en infraestructuras pueden superar los costes. Siempre y cuando se trate de proyectos que aumenten la capacidad productiva del país, claro está. Así, numerosos estudios, que analizan y cuantifican los efectos sobre la productividad y el crecimiento de un impulso fiscal centrado en un incremento de la inversión en infraestructuras en EE. UU., concluyen que los efectos sobre el crecimiento pueden ser ampliamente positivos, tanto a corto como a largo plazo. A corto plazo, el mayor gasto supone un estímulo a la demanda, mientras que a largo plazo comporta un aumento en dicha capacidad productiva (es decir, actúa sobre la oferta).
En particular, los multiplicadores encontrados para el caso norteamericano basados en evidencia empírica entre la década de los cincuenta y los 2000 oscilan entre un muy moderado 0,4 hasta un muy significativo 2,2.3 Un multiplicador del dos, por ejemplo, significa que por cada dólar extra gastado en mejorar las infraestructuras, el nivel del PIB se incrementa en dos dólares a medio plazo.
Una preocupación asociada al incremento del gasto es el impacto que tendría en la deuda pública. Una cuestión especialmente relevante en un país donde el propio sector público asume el coste de la mayor parte de proyectos en infraestructuras (Gobierno local, estatal y/o federal), y cuyo nivel de deuda pública se sitúa en un elevado 104,8% del PIB. Sin embargo, aquí también, un gran número de estudios consultados concluyen que la deuda pública en porcentaje del PIB podría reducirse, puesto que el incremento de la deuda ante unos mayores déficits fiscales quedaría más que compensado por la mejora del PIB. Ello es coherente con la estimación de multiplicadores fiscales relativamente elevados.
Así pues, parece que la inversión en infraestructuras ha tenido un efecto beneficioso sobre el crecimiento estadounidense en el pasado. Sin embargo, en la actualidad, algunos elementos que caracterizan la economía de EE. UU. podrían disipar parte de los efectos positivos. El reducido slack del mercado laboral es uno de ellos. Si el mercado de trabajo se halla cerca del pleno empleo, un impulso fiscal repercutiría sobremanera en la inflación y mucho menos en el crecimiento. Una tasa de paro por debajo del 5% y aumentos salariales en torno al 2,5% sugieren que el slack del mercado de trabajo norteamericano es cada vez más limitado. En este caso, y según distintos análisis entre los que destacaría el elaborado por el FMI en su informe de perspectivas globales de 2014, el multiplicador fiscal se situaría alrededor del uno y claramente lejos del dos antes mencionado.
No obstante, un contramatiz a este punto es pertinente. Y es que un aumento de la inversión en infraestructuras podría ayudar a un grupo de ciudadanos con un importante problema de empleo estructural surgido tras la crisis económico-financiera de 2008: hombres de mediana edad con un nivel de estudios bajo que, desanimados por la crisis, abandonaron el mercado laboral y que podrían ser fácilmente empleados en el sector de la construcción.
Un segundo elemento que podría rebajar los efectos beneficiosos de un incremento en la inversión en infraestructuras tradicionales es el ritmo de avance de la tecnología. En un mundo tan cambiante como el actual, ¿hasta qué punto las infraestructuras más representativas que han apoyado el sólido crecimiento estadounidense de los últimos 50 años seguirán siendo efectivas en la economía del conocimiento? ¿Mejorar el estado de las carreteras, aun cuando están visiblemente deterioradas, es más apremiante que asegurar la disponibilidad de banda ancha inalámbrica en todo el país para facilitar el uso de drones o coches sin conductor? Indiscutiblemente, el nuevo paradigma tecnológico plantea dudas sobre cuáles son las infraestructuras más adecuadas y sobre cuánto afectarán a la productividad unas u otras inversiones.
En definitiva, el sector público tiene un papel importante y difícil en la nueva economía de EE. UU. Con sus inversiones puede facilitar el desarrollo de la industria del futuro. Pero el estadio cíclico en el que se halla el país y la incertidumbre del entorno complican, y mucho, tanto el cuánto se debe gastar como el dónde.
Clàudia Canals
Departamento de Macroeconomía, Área de Planificación Estratégica y Estudios, CaixaBank
1. Según datos de la Administración Federal de Autopistas de EE. UU., el FMI y la Sociedad Americana de Ingenieros Civiles (en un estudio elaborado por el Economic Development Research Group).
2. El presidente Barack Obama impulsó un proyecto de ley para aumentar la financiación federal en las infraestructuras de transporte terrestre que fue aprobado en diciembre de 2015 (Fixing America Transportation Act o FAST).
3. Véase, Reichling, F. y Whalen, C. (2015), «The Fiscal Multiplier and Economic Policy Analysis in the United States», Working Paper 2015-02 (No. 49925), para un resumen de distintos estudios sobre multiplicadores fiscales. Y Leduc, S. y Wilson, D. (2013), «Roads to Prosperity or Bridges to Nowhere? Theory and Evidence on the Impact of Public Infrastructure Investment», NBER Macroeconomics Annual, 27(1), 89-142, para un caso concreto de inversión en carreteras.