En 1992, con Estados Unidos en plena recesión y las elecciones presidenciales a la vuelta de la esquina, James Carville, excelente asesor, colgó un célebre cartel en la oficina del candidato demócrata para asegurarse de que entendía cuál debía ser el foco de su campaña: «¡es la economía, estúpido!». Bill Clinton se lo tomó en serio, derrotó al presidente Bush padre y el resto ya es historia. Veinte años más tarde y a solo un mes del plebiscito, con el déficit de las administraciones públicas cerca del 8% del PIB y la deuda por encima del 105% del PIB (véase gráfico siguiente), el epicentro del combate electoral vuelve a ser obvio: ¡es el déficit! Estados Unidos se enfrenta a un reto mayúsculo de consolidación fiscal en un entorno económico aún lastrado por las secuelas de la gran recesión y los candidatos difieren en cómo llevarla a cabo: Obama apuesta por elevar los ingresos, Romney por reducir gastos. En liza, dos modelos distintos sobre cuestiones fundamentales: el tamaño del Gobierno, la composición del gasto y qué impuestos utilizar.
A principios de 2013, está previsto un fuertísimo y abrupto ajuste fiscal y, sin embargo, no es creíble, deseable, ni sería suficiente para restaurar la sostenibilidad de las finanzas públicas. Ese ajuste sería el resultado del fin de una serie de estímulos fiscales y recortes automáticos del gasto que se legislaron en el verano de 2011, cuando el Congreso decidió elevar el límite de endeudamiento del Gobierno Federal. Ello acarrearía una corrección equivalente al 4% del PIB, lo que provocaría, muy probablemente, una recaída en recesión de la economía americana. No en vano, a este ajuste se le ha denominado el «precipicio fiscal» (fiscal cliff) y la prioridad número uno de la nueva administración será, sin duda, evitar este precipicio. Lo deseable, además, sería hacerlo en el marco de un plan que garantice la sostenibilidad de la deuda pública a medio plazo.
El resultado de las elecciones puede facilitar o dificultar la gestión del «precipicio fiscal». La inmensa mayoría de analistas (entre los que nos incluimos) prevén que se alcanzará un acuerdo en el Congreso (Cámara de Representantes y Senado) para posponer los recortes automáticos del gasto y extender algunos de los estímulos que finalizan en enero, pero la composición del nuevo Congreso y la identidad del presidente serán determinantes en este sentido. Si uno de los partidos recibe un claro mandato por parte del electorado, es de prever un acuerdo relativamente rápido para evitar el «precipicio». En cambio, un mandato poco claro –con las cámaras divididas y una victoria por la mínima de cualquiera de los candidatos a presidente– podría prolongar las negociaciones, generando incertidumbre y desconfianza. En febrero, además, el Gobierno Federal necesitará aprobar un nuevo aumento del límite de deuda, lo que añade una fuente de incertidumbre adicional.
Esquivado el precipicio, la composición de las cámaras y la identidad del presidente determinarán, obviamente, la estrategia de ajuste fiscal a corto y medio plazo. Obama propone elevar el peso de los ingresos del Gobierno Federal (que representan actualmente alrededor de la mitad de los ingresos del conjunto de las AA. PP.) desde el 15,7% del PIB estimado en 2012 hasta el 19,4% del PIB en 2015. En lo que concierne al gasto, propone reducir su peso desde el 22,9% del PIB en 2012 hasta el 22,4%. Así pues, el déficit federal caería del 7,2% estimado para el año fiscal 2012 al 3% del PIB en 2015, y el 85% del ajuste recaería en los ingresos. Romney propone reducir mucho más el peso del gasto, hasta el 20% del PIB, y elevar los ingresos hasta el 18% del PIB (el promedio en los dos decenios anteriores a la crisis de 2008). El objetivo del candidato republicano es reducir el déficit hasta el 2% en 2015 y el 55% del ajuste se haría vía gastos. La caída del gasto se conseguiría a través de fuertes ajustes en el denominado gasto discrecional (incluyendo inversión) y de otras medidas, como, por ejemplo, una reforma del sistema sanitario público. En el plan de ambos candidatos, el aumento de ingresos se produce mayoritariamente, o totalmente en el caso de Romney, de forma automática como resultado de la recuperación económica.
De hecho, el candidato republicano propone una reforma tributaria que reduciría los impuestos sobre la renta significativamente, recortando, por ejemplo, el tipo marginal máximo en el impuesto sobre la renta del 35% hasta el 28%. La pérdida de ingresos asociada a la rebaja impositiva se compensaría, según Romney, con la eliminación de deducciones o exenciones y con el mayor crecimiento económico derivado de unos niveles impositivos menos distorsionadores. No está claro, sin embargo, que esto sea posible. La deducción de los intereses sobre préstamos hipotecarios para primeras y segundas residencias, con un capital de hasta 1 millón de dólares, y la exención de los seguros médicos pagados por las empresas a sus empleados, que no tributan como remuneración en especie, son las deducciones y exenciones más costosas para el fisco americano, que deja de ingresar casi un total del 2% del PIB por ambas medidas, pero son también políticamente muy populares, por lo que difícilmente el Congreso se atrevería a eliminarlas. Por otra parte, si bien es cierto que unos tipos marginales más bajos estimularían la actividad económica, difícilmente el efecto neto sería un aumento de recaudación puesto que el tipo marginal de partida no es exageradamente alto.
Obama, en cambio, apuesta por un aumento de impuestos sobre las rentas más altas. En particular, subiría el impuesto marginal máximo sobre la renta hasta el 39,6% (el tipo vigente antes de los recortes de Bush en 2001) e introduciría la denominada «regla Buffet», por la que todos los individuos con rentas superiores a 1 millón de dólares deberían pagar un mínimo del 30% al fisco (actualmente, las deducciones y las tasas reducidas sobre las ganancias de capital tienden a reducir el tipo efectivo pagado por las rentas más altas). Sin embargo, tampoco en este caso está claro que el aumento de recaudación derivado de estas subidas de impuestos fuera tan significativo como presupone el candidato. Difícilmente se alcanzaría el aumento de recaudación previsto sin un aumento de impuestos que afectara a las clases medias.
Las propuestas de uno y otro candidato también hallan puntos de encuentro o, al menos, con diferencias más matizadas. Por ejemplo, ambos abogan por una reforma a fondo del impuesto sobre sociedades, que actualmente cuenta con la tasa de gravamen más alta de la OCDE (39,2% vs. un promedio en el resto de la OCDE del 25%) y una de las recaudaciones más bajas (1,7% del PIB vs. 2,8% en la OCDE). Por otra parte, ninguno de ellos se atreve a proponer un aumento de los impuestos federales sobre la gasolina, uno de los más bajos de la OCDE.
A pesar de las diferencias, ambos candidatos son conscientes de que el país necesita un plan de ajuste creíble. Y efectivamente, ni Estados Unidos ni la economía mundial se pueden permitir prolongar en exceso la incertidumbre sobre la sostenibilidad de las finanzas públicas de la primera economía del planeta. Sería iluso creer que la indulgencia con la que hasta ahora han tratado los inversores este tema se mantendrá indefinidamente.
Este recuadro ha sido elaborado por Enric Fernández
Departamento de Economía Internacional, Área de Estudios y Análisis Económico, "la Caixa"