«Domingo, 5 de la madrugada. Dos horas antes de la ascensión. Impermeable, linterna, manta, ¿2 latas de comida y 3 litros de agua? ¿3 latas y 2 litros? ¿3 y 3? Nos invaden las dudas: demasiada carga en la mochila y la cima puede escaparse por falta de fuerzas; demasiado poca y quizá desistamos por falta de víveres. ¿Cuál es la carga ideal? ¿A partir de qué peso acabará siendo un lastre?». Sustituyan mochila por deuda y ascensión por crecimiento, y se estarán planteando las mismas preguntas que quitan el sueño a muchos académicos, políticos e inversores desde que la crisis financiera global cruzó el Atlántico, mutó a crisis de deuda soberana y engulló de lleno a la eurozona.
En seguida se darán cuenta de que la respuesta a todas esas preguntas es un gran «depende». Del mismo modo que el peso ideal de la mochila dependerá de la propia fuerza física, del calibre de la meta, de si se sube acompañado o de la climatología, el nivel idóneo de deuda o el nivel de deuda que un país puede sostener sin poner en entredicho su solvencia o penalizar su crecimiento económico a largo plazo dependerá de una larga lista de condicionantes. Estos incluyen el grado de desarrollo, el potencial de crecimiento, la calidad de las instituciones, la naturaleza de los deudores (públicos o privados) o de los acreedores (nacionales o extranjeros, oficiales o privados), el calendario de vencimientos, la moneda en que esté denominada la deuda, contar o no con un prestamista de última instancia y el uso que se haga de los fondos prestados.
A modo de ejemplo: un nivel de deuda del 70% del PIB en Brasil no suscita las mismas dudas si se destina a financiar inversión productiva, con mayor probabilidad de tener un retorno positivo a futuro en un país con un enorme potencial económico, que si se emplea en financiar una burbuja inmobiliaria o consumo efímero. Tampoco provoca el mismo quebradero de cabeza un nivel de deuda del 100% del PIB en EE. UU., primera potencia económica mundial y con un coste de financiación mínimo, que el mismo 100% en Sudán. Y, cómo no, una ratio de deuda del 180% del PIB en Grecia, que no cuenta con un prestamista de última instancia y está en su mayor parte en manos extranjeras, preocupa mucho más que el 240% en Japón, con la mayoría de títulos atesorados en arcas niponas y velados por un banco central propio.
Pero ¿por qué preocupa la deuda? Al fin y al cabo, como bien expuso Alexander Hamilton, primer Secretario del Tesoro de los EE. UU., «la deuda nacional, si no es excesiva, puede ser una bendición». No en vano, permite trasladar ingresos futuros a presente y financiar, con ellos, proyectos de inversión, innovación o formación de capital humano que, en última instancia, deberían impulsar el crecimiento económico a largo plazo. Asimismo, puede aportar un valioso balón de oxígeno en tiempos de crisis. Entonces, ¿cuál es el problema? El mismo Alexander Hamilton nos da la clave: el «exceso». La historia confirma que, a partir de determinados niveles de deuda, su efecto positivo sobre la senda de crecimiento puede torcerse.
Esa quiebra puede originarse por varias causas. Para empezar, más deuda suele derivar en una mayor carga de intereses. Cuando esa deuda es pública, más pagos por intereses exigirán mayores impuestos, menor gasto público o mayor déficit. En cualquier caso, el resultado es una pérdida de recursos disponibles para invertir o consumir, con el consiguiente lastre sobre la actividad y el crecimiento. El problema se agrava si la carga de dicha deuda obliga a un aumento de los impuestos que introduce distorsiones y genera ineficiencias en detrimento del crecimiento, o bien si provoca un efecto crowding out sobre la inversión privada que solo resultará inocuo para el crecimiento si acaba financiando proyectos tanto o más productivos que en el ámbito privado. Otro agravante adicional, que aplica tanto a la deuda pública como a la privada, surge cuando una elevada proporción de dicha deuda es externa; es decir, si está en manos de acreedores extranjeros, puesto que, en ese caso, los intereses pagados abandonan la economía doméstica, aparte de que el coste de financiación suele aumentar con el peso de la deuda externa.
En segundo lugar, cuanta más deuda pública acumule un país, menor será el margen del que dispondrán las autoridades económicas para aplicar políticas contracíclicas ante una recesión o una moderación del ritmo de actividad sin que ello haga sonar las alarmas. Sin ese recurso, aumenta el riesgo de que una recesión se enquiste o de que el avance económico sea excesivamente volátil, a la boom-bust, lo que exacerbaría la incertidumbre —férrea enemiga de la inversión— y amenazaría el crecimiento a medio plazo.
Tercero, la madre de todos los divorcios entre deuda y crecimiento se produce cuando algún tipo de eventualidad quiebra la confianza y detona el temor a un impago. Si ese temor arraiga, los inversores serán reticentes a refinanciar los vencimientos de deuda, y los deudores pueden verse obligados a llevar a cabo un ajuste abrupto de sus necesidades de financiación. El bucle de impacto negativo sería parecido a este: los acreedores exigen una mayor prima de riesgo; las empresas desinvierten, ya sea porque les resulta demasiado costoso financiarse o porque anticipan una mayor carga tributaria o expropiaciones futuras; la incertidumbre también frena el consumo de las familias; el sector público introduce medidas de austeridad para compensar una mayor carga de intereses; inversión y consumo se acaban resintiendo; el crecimiento lo acusa; aumenta la probabilidad de una quita, ya sea explícita o vía inflación; y se echa más leña al fuego del temor inicial. Ese temor se agrava aún más si tanto el sector privado como el público empiezan a desapalancarse de forma simultánea. Se trata de un bucle vicioso de difícil reversión una vez se pone en marcha, lo que en física se conoce como un sistema inestable: aquel que, una vez pierde su equilibrio, exige de una potente fuente de energía externa para evitar un fallo catastrófico —su antítesis sería el péndulo—. Escapar de una trampa de deuda como esta requiere, sin duda, potentes palancas, como impulsar el crecimiento mediante ambiciosas reformas que faciliten ganancias de competitividad o asistencia externa, a modo de prestamista de última instancia. De no ser así, el remolino podría convertirse en huracán y provocar una crisis de liquidez que, realmente, pondría en jaque el crecimiento al precipitar un ajuste masivo y repentino de los desequilibrios. En el peor de los casos, consumaría una profecía autocumplida, con una quita real.
Una crisis de confianza por temor a un impago es altamente probable cuando los tipos impositivos o los recortes necesarios para servir la deuda exceden el tope considerado económica o políticamente asumible.(1) Como ya advirtió hace años Paul Krugman, cuando el nivel de deuda es tan elevado que el Gobierno deudor ve escasas posibilidades reales de poder repagarla, sus incentivos para tomar medidas que ayuden a seguir sirviéndola se desvanecen. Es lo que se conoce como «debt overhang», cuya incidencia es más probable cuanto mayor sea el saldo de deuda viva y que, cuando se produce, pone a los acreedores en una encrucijada: si siguen financiando al deudor, puede que los astros se alineen y recuperen el total del crédito pero se arriesgan a que el debt overhang acabe empujando al deudor a declararse insolvente; si, en cambio, deciden condonarle parte de la deuda, deben reconocer pérdidas de inmediato pero le dan un balón de oxígeno y aumentan la probabilidad de recuperar el resto. Con todo, ni el consenso ni la evidencia empírica han podido identificar, de forma concluyente, un umbral de deuda sobre PIB que, con carácter universal, determine el riesgo de una trampa de deuda.(2)
De todos modos, como reza el dicho, si no quieres quemarte, no te acerques al fuego. Teniendo en cuenta que dicho fuego equivale a estancamiento, depresión, asistencia externa o pérdida de soberanía, más vale no abusar de la deuda y administrar las finanzas nacionales siguiendo el consejo que daría una madre a su hijo antes de la excursión: asegúrate de que ni te falte ni te sobre nada; mide bien tus fuerzas; administra tus recursos responsablemente y con prudencia; no te alejes del grupo; no te fíes ni del tiempo, ni de que tus compañeros te puedan sacar de apuros, ni de que yo te vaya a rescatar allá arriba; llega tan lejos como puedas. Pero, sobre todo, honra mis sueños y mis esfuerzos no pereciendo en el intento.
Marta Noguer
Departamento de Economía Internacional, Área de Estudios y Análisis Económico, "la Caixa"
(1) La mayoría de Gobiernos tienen compromisos adquiridos de gastos que, simplemente, no pueden rehuir de la noche a la mañana.
(2) Varios estudios, entre los que destacan los trabajos de Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff, identifican una correlación negativa entre deuda y crecimiento que, en general, asocia un aumento de 10 puntos porcentuales en la ratio de deuda sobre PIB, cuando esta excede un umbral que, en función del estudio, se situaría entre el 80% y el 90% del PIB, a un retroceso del crecimiento del PIB per cápita de entre 13-17 puntos básicos. Sin embargo, no se descarta una causalidad inversa y otros autores han calificado de arbitrario ese umbral del 80%-90%.