En 2017, el precio del bitcoin –la criptomoneda más conocida– llegó a multiplicarse por 20 entre principios de año y mediados de diciembre, desde los 1.000 a los 20.000 dólares. Al precio máximo alcanzado por el bitcoin, aquella pizzería que en 2010 ingresó 10.000 bitcoins por la venta de dos pizzas, en lo que fue la primera transacción de la historia de la moneda, habría llegado a tener 200 millones de dólares.
El alto precio del bitcoin podría ser razonable si esta moneda se llegara a convertir en un medio de pago comúnmente aceptado y/o en un activo utilizado como reserva de valor.
Actualmente, sin embargo, no es lo uno ni lo otro. Su utilización en el comercio electrónico o en otros ámbitos de la economía formal es anecdótica, aunque cabe sospechar que su uso está más extendido en actividades ilícitas. Para dichas actividades, la anonimidad que ofrece el bitcoin es muy valiosa. Por otra parte, la enorme volatilidad que ha exhibido hasta la fecha dificulta su rol como reserva de valor, pese a que la convierte en un instrumento fenomenal para la especulación.
Su grado de aceptación futuro también es una gran incógnita. Entre sus ventajas, tiende a destacarse la privacidad que ofrece la anonimidad, el compromiso de que solo se crearán un número fijo de bitcoins y unos supuestos bajos costes de transacción. Desde un punto de vista social, sin embargo, la anonimidad para grandes transacciones suele favorecer la economía sumergida (por algo los países tienden a prohibir las transacciones en efectivo por encima de un cierto monto); la congelación de la oferta de moneda contraviene los principios básicos de política monetaria, porque es deflacionaria, y los costes de transacción no son tan bajos cuando uno tiene en cuenta la energía y el poder computacional que consume la criptomoneda.
En su contra juegan otros factores. En primer lugar, no solo nadie está obligado, por ley, a aceptarlo (no se trata de una moneda de curso legal), sino que corre un serio riesgo de que se restrinja su uso, especialmente si su utilización en actividades ilícitas gana peso. Además, el bitcoin deberá competir con otras criptomonedas, y no puede descartarse que algunas cuenten con el apoyo del Estado y que sean de curso legal (¿por qué no un criptoeuro emitido por el BCE?). Y, por último, como han puesto en evidencia distintos ataques sobre plataformas de custodia e intercambio, el riesgo de fraude o robo para los tenedores de bitcoins no es despreciable.
Todas estas incertidumbres cuestionan la espectacular alza que ha experimentado el bitcoin. En estos momentos, el precio al que se paga un bitcoin parece más sustentado en la especulación y las emociones que en un cálculo racional. Y, como resultado, es posible que se esté hinchando una burbuja. De hecho, la evolución del bitcoin hasta hoy encaja bastante bien con las fases iniciales de una burbuja identificadas por Kindleberger y Minsky: la aparición de una nueva tecnología, en este caso el blockchain, con un gran potencial que va mucho más allá de su utilización en las criptomonedas; un boom de precios que pueden alejarse del valor fundamental, y la fase de euforia, con una escalada exponencial de los precios. Las siguientes fases implicarían la toma de ganancias por los inversores más avezados y, por último, una fase de pánico y un desplome de precios.
Quién sabe qué sucederá. Parafraseando lo que dijo Isaac Newton tras perder su inversión en la burbuja de la Compañía del Mar del Sur en 1720, «es más fácil predecir el movimiento de los cuerpos celestes que las emociones de los inversores».