El Dossier de este Informe Mensual de julio-agosto está dedicado a la felicidad. No es producto de la fiebre del verano o de que la cercanía de las vacaciones nos haya provocado un ataque de frivolidad. Desde hace años, muchos economistas –con la colaboración principalmente de psicólogos– han estado analizando qué nos hace felices con la ayuda de encuestas en las que los entrevistados declaran su nivel de satisfacción con la vida. Son los economistas de la felicidad y, en este número, explicamos algunos de sus principales hallazgos.
Como no podía ser de otra manera, uno de los focos de estas investigaciones ha sido explorar cómo se relacionan el nivel de renta o riqueza y la felicidad. Los resultados son muy interesantes: en un país y momento determinado, las personas con mayores ingresos tienden a reportar mayores niveles de felicidad. La comparativa entre países también revela una relación positiva, pero no muy fuerte, entre renta y felicidad. En cambio, paradójicamente, el nivel de felicidad en un país apenas tiende a variar a largo plazo. Hace 20 años, el 78% de los españoles se declaraban muy o bastante satisfechos con sus vidas y, actualmente, la proporción apenas se sitúa por encima del 80%, aunque el PIB por habitante ha crecido un 25% y la tasa de desempleo ha disminuido ligeramente. Y es que, una vez que las necesidades básicas están cubiertas, lo que parece que nos reporta satisfacción no es el nivel de renta absoluta, sino la relativa.
Y es que la mente humana utiliza la comparación como método de valoración. En el caso de nuestro nivel de vida, comparamos nuestra situación con la de los que nos rodean, con la nuestra propia en el pasado más reciente y con las expectativas o aspiraciones que nos habíamos formado para el presente. Cuando la economía prospera, tanto el listón social como el propio se elevan de modo que una mejora de los ingresos no impacta de forma significativa sobre la felicidad. A lo sumo, tiene un efecto transitorio hasta que las aspiraciones se ajustan a las nuevas circunstancias. En este sentido, varios estudios han demostrado que ganar un gran premio de lotería tiene un impacto efímero sobre la felicidad: al cabo de seis meses o un año, los afortunados vuelven a reportar el mismo nivel de satisfacción con su vida que tenían antes de ganarla. Por la misma razón, no parece una buena idea aceptar un trabajo simplemente porque pagan mejor. Es mucho más importante que ofrezca oportunidades de realizarse como persona y como profesional, que permita conciliar y, por supuesto, que haya un buen jefe.
Si el dinero no compra la felicidad, entonces ¿qué nos hace felices? Los resultados de muchas investigaciones apuntan a que otros factores son tanto o más importantes que el dinero: destacan las relaciones con la familia, los amigos y la comunidad que nos rodea –al fin y al cabo, somos animales sociales–; un trabajo estable y gratificante; la salud; la libertad individual, y nuestros valores –Aristóteles ya decía que ser feliz consiste en actuar de forma virtuosa–.
Estas lecciones son fundamentales a la hora de diseñar las políticas públicas. De ellas se derivan, por ejemplo, que la educación, la sanidad y la lucha contra el desempleo deben formar parte de los pilares de un estado del bienestar que tiene como objetivo la felicidad de sus ciudadanos. También deben ser importantes políticas que promuevan la conciliación entre trabajo y familia y que fomenten la participación cívica, así como el respeto por las libertades individuales.
Espero que puedan leer el Dossier mientras disfrutan de unas felices vacaciones. Por supuesto, con prudencia y templanza.