«Hungría y varios países de Europa central no aceptan las cuotas de refugiados determinadas por la Comisión Europea.»
«Gran Bretaña no desea continuar en la Unión Europea si no se limita el acceso al Estado del Bienestar a los inmigrantes de la Unión Europea residentes en el Reino Unido.»
«Alemania y Finlandia se oponen a la introducción de un seguro europeo de depósitos como medida para completar la unión bancaria.»
«Dinamarca rechaza por segunda vez compartir las políticas europeas de justicia e interior.»
«Polonia se opone a la política europea en materia de control del cambio climático.»
«Grecia y diversos países de Europa central no están dispuestos a aceptar una nueva política de control de las fronteras exteriores de la Unión Europea.»
2015 ha sido un año difícil para la Unión Europea, y 2016 no promete serlo menos. Temas conflictivos no van a faltar y titulares como los anteriores se repetirán.
A la tensión política y social que ha generado la larga crisis económica se han añadido serios conflictos geoestratégicos y la grave crisis de los refugiados. Estos acontecimientos conllevan formidables presiones políticas sobre los dirigentes de los Estados miembros, en una Unión Europea que acoge en su seno, a lo largo y ancho del continente, países muy diversos, cuyas prioridades e intereses políticos y geoestratégicos no siempre coinciden.
Este es un terreno fértil para que prosperen propuestas políticas populistas, basadas en enfoques puramente nacionales que responden a intereses locales de corto plazo. Desde las últimas elecciones al Parlamento europeo hemos podido comprobar en muchos países el avance electoral de partidos políticos con este tipo de planteamientos.
El momento que vive Europa es, por tanto, excepcional, y la superación de los retos que plantea exige grandes dosis de liderazgo. Exige, en definitiva, que los líderes de las naciones europeas sean capaces de transformarse cada vez más en verdaderos líderes del conjunto de Europa. Si esto no sucede, corremos el riesgo de malograr los avances conseguidos hasta ahora en la conformación política de Europa. Y, lo que es aún más importante, de no avanzar lo necesario para que Europa sea un actor político relevante en el concierto mundial, en beneficio, en último término, de sus propios ciudadanos y de la comunidad internacional.
Impulsar la construcción política de Europa no significa anteponer los intereses europeos a los nacionales, sino persuadir a los electorados nacionales de que una organización política del conjunto de Europa favorece, a la larga, a todas las naciones del continente, y que los costes y obstáculos inmediatos, que sin duda existen, deben abordarse con una estrategia de negociación amplia, de tal modo que, con el gradualismo que sea necesario, todos los países miembros obtengan beneficios en algunos temas y cedan en otros.
El impulso político de la idea de Europa tampoco significa imponer desde arriba a la ciudadanía un sentimiento de pertenencia europea que hoy en día apenas existe. El verdadero liderazgo político, el liderazgo transformador, no consiste en ir a remolque de las encuestas de opinión pública, sino en establecer la visión de un proyecto político común ilusionante que atienda al interés general de los europeos y se fundamente en los valores compartidos por nuestras sociedades. Desde estas premisas, el liderazgo político que Europa necesita debería impulsar la comunicación y las actuaciones concretas (normas e instituciones) que, de forma gradual pero firme, establezcan un mismo horizonte político para las diversas sociedades del continente.
Solo con este tipo de liderazgo transformador se evitará la decadencia de las naciones europeas a la que nos aboca la Europa del no.
Jordi Gual
Economista jefe
31 de diciembre de 2015