La volatilidad financiera ha vuelto para quedarse. El final de 2018 ha sido turbulento en los mercados financieros, con lo que se cierra un año de los que hacía tiempo que no se recordaban. En los últimos 12 meses se han vivido tres grandes correcciones de la bolsa: un arranque aciago de 2018, el llamado «octubre rojo» y ahora un diciembre de los peores en mucho tiempo, que han situado la práctica totalidad de los índices bursátiles en su peor año desde la Gran Recesión. También ha distado mucho de la placidez la evolución de la renta fija. La yield soberana estadounidense fluctuó cerca del 3% en la mayor parte del año, pero acabó derrumbándose hasta la zona del 2,5%, y las primas de riesgo soberanas de la periferia europea y de muchos emergentes han vuelto a repuntar. Aunque para variabilidad, la del petróleo, que marcó un máximo anual de 85 dólares por barril de Brent en octubre, para cerrar el año en la zona de los 55 dólares. ¿Qué explica este año de extremas oscilaciones en los mercados financieros? Sin lugar a dudas, en 2018 ha sido importante la continuidad del tensionamiento monetario en EE. UU. y las primeras etapas de salida de la excepcionalidad monetaria en Europa. Pero, en términos generales, nada de eso puede considerarse una sorpresa, ya que los bancos centrales comunicaron sus intenciones al mercado con suficiente antelación. No, la clave hay que buscarla en la incertidumbre, que no ha dado un respiro.
La incertidumbre no da tregua. Y es que incertidumbre es probablemente la palabra resumen de 2018. Incertidumbre cercana, como la que asola a Europa en forma de pocas certezas sobre el brexit y muchas dudas sobre el auténtico grado de compromiso en Italia con la sostenibilidad de las finanzas públicas. Incertidumbre, algo más lejana, sobre el alcance final del giro proteccionista estadounidense y la respuesta china. Incertidumbre, también, sobre cuál va a ser la auténtica capacidad de crecimiento de EE. UU. a medida que el impulso fiscal se disipe. O sobre si en la fase madura del ciclo norteamericano vamos a poder evitar sorpresas de inflación que alteren el mapa de ruta de la Fed hacia un mayor endurecimiento monetario. Incertidumbre, en definitiva, sobre cuál acabará siendo el auténtico ritmo de crecimiento que vamos a experimentar en 2019.
Y, a pesar de todo... no estamos tan mal. Aunque el balance de riesgos está claramente sesgado a la baja y el mero repaso de las diferentes fuentes de incertidumbre da un cierto vértigo, hay que tener en cuenta que la desaceleración global del crecimiento parte de un contexto de fuerte avance de la actividad en el pasado. En 2017, el crecimiento mundial fue del 3,7%; el de la eurozona, del 2,5%; el de España, del 3,0%, y el de Portugal, del 2,8%. Para 2018, el crecimiento global estimado es similar al del año anterior, mientras que en Europa la desaceleración está siendo más evidente: la eurozona tendrá un crecimiento del 1,9%, España del 2,5% y Portugal del 2,1%. Son cifras razonablemente positivas, especialmente si se tiene en cuenta que gran parte de la pérdida de ritmo se debe al desvanecimiento de factores de apoyo temporales.
Los vientos de cola eran importantes, pero sin ellos España y Portugal siguen creciendo a buen ritmo. En los últimos años, diferentes economías europeas, y entre ellas la española y la lusa, se han beneficiado de los llamados vientos de cola, es decir, del crecimiento aportado por una serie de factores beneficiosos para la actividad, como el descenso del petróleo, la depreciación del euro y las condiciones financieras acomodaticias. Según estimaciones propias, en el caso del crecimiento español, la reversión parcial de dichos factores explica prácticamente por sí misma toda la desaceleración acaecida en 2018, mientras que en el caso portugués también es responsable de una parte sustancial de la desaceleración económica.
Unas bases de crecimiento sólidas en las economías ibéricas. Que España y Portugal mantengan ritmos de crecimiento notables, incluso en el contexto de disipación de los vientos de cola, nos informa de que las dinámicas actuales de sus economías continúan beneficiándose de las mejoras estructurales de los últimos años. En ambos países, la recuperación del crédito al sector privado refleja el mayor tirón de la demanda de financiación y las favorables condiciones de concesión, pero también ratifica que el saneamiento bancario ha sido un éxito. Una lectura también positiva deriva de la evolución de las finanzas públicas, que continúan mejorando y que alejan, por si había alguna duda, la situación de la política fiscal española y portuguesa de su equivalente italiano. Y, finalmente, cabe recordar que la bonanza laboral en ambos países es notoria, cosa que proporciona un puntal de apoyo a la demanda interna importante, además de tener derivadas sociales abiertamente positivas y muy necesarias. Este 2019, en definitiva, será un año exigente, con importantes riesgos en el horizonte, pero que se afronta desde una posición de partida razonablemente sólida.