El Acuerdo de París de 2015 fijó el objetivo de evitar que el aumento de la temperatura del planeta alcance los 2 grados con relación a los niveles preindustriales y de realizar esfuerzos para limitar dicho aumento a 1,5 grados. Este objetivo, ambicioso pero ineludible, requiere de un descenso muy importante a nivel global de las emisiones de gases de efecto invernadero, algo que solo será posible en el marco de una transición energética que reduzca la demanda de energía y evolucione hacia un mix de energías más limpias.
Se trata de un ámbito en el que la UE puede ejercer un claro liderazgo a nivel mundial. De hecho, ya lo hace y su grado de compromiso contrasta con la desgana, cuando no rechazo, del actual Gobierno de EE. UU. La UE tiene la suficiente masa crítica para tener un impacto sobre el conjunto del planeta y, también, para arrastrar a otros países.
Además, esta área ofrece un ámbito natural en el que la UE puede compartir esfuerzos en términos de recursos públicos y aprovechar para potenciar su capacidad fiscal. Una parte importante de dichos recursos debería servir para impulsar la investigación básica en tecnologías que pueden ser claves para alcanzar los objetivos del Acuerdo de París y que están más lejos de ser económicamente viables a gran escala, como la utilización del hidrógeno como fuente de energía o posibles formas de captura y almacenaje de dióxido de carbono. La UE también deberá avanzar en la integración de los mercados energéticos nacionales, más necesaria aún si aumenta la dependencia de energías renovables de generación intermitente, como la solar o la eólica, que requieren de redes de mayor escala, capaces de equilibrar la oferta y la demanda.
Desde el punto de vista de las empresas y los hogares, es imprescindible que exista un marco regulatorio para la transición energética claro y estable. Idealmente, las leyes que lo definen deberían contar con un amplio consenso político y social –una garantía de estabilidad–. Muchas empresas deberán realizar grandes inversiones para liderar o adaptarse a esta transición con horizontes de rentabilidad a largo plazo, decisiones que requieren certidumbre y seguridad jurídica. Los hogares, al decidir qué tipo de casa o vehículo adquirir, también deben saber a qué reglas atenerse. Se deben evitar situaciones como la actual, en diversos países europeos, en la que la incertidumbre sobre posibles futuras restricciones de circulación a los vehículos diésel ha contribuido a un parón de las ventas.
El sistema financiero también deberá jugar un papel central en el proceso de transición energética. La Comisión Europea ha estimado que deberán movilizarse inversiones por unos 200.000 millones de euros al año. El sistema financiero, en su papel de intermediario entre ahorro e inversión, será clave para orientar recursos hacia proyectos que contribuyan a adaptarse y a mitigar el cambio climático. Para ello, será necesario que integre criterios ambientales en sus decisiones financieras, uno de los pilares de las denominadas finanzas sostenibles. Ello no significa renunciar a rentabilidad: estudios recientes indican que las inversiones responsables pueden ofrecer un mejor binomio rentabilidad-riesgo.
Más allá de consideraciones económicas y financieras, la transición energética es un tema también de responsabilidad. De todos, particulares y empresas. Responsabilidad por hacer lo correcto. Y lo correcto es hacer cuanto esté en nuestras manos para dejar un planeta en condiciones para las generaciones futuras.