En octubre de 2009, el Gobierno de George Papandreou anunciaba que el déficit público de Grecia iba a superar ese año el 12% del PIB, el doble de lo que se había estimado anteriormente. En realidad, el déficit terminó superando el 15% del PIB. Se trataba del prólogo de una verdadera tragedia griega.
Después de nueve años, tres programas de rescate –el último de los cuales terminó en agosto– y la mayor reestructuración de deuda de la historia, Grecia ha conseguido estabilizar su economía y comienza a crecer. El coste de este largo proceso de ajuste, sin embargo, ha sido tremendo: el PIB ha caído un 25%, la tasa de desempleo supera aún el 20% y la deuda pública se sitúa por encima del 180% del PIB.
De la experiencia de Grecia podemos extraer, al menos, cinco lecciones:
i) La importancia capital de la transparencia y la calidad de la información que proporcionan los gobiernos (una máxima que también aplica, como no, a las empresas). La revisión del déficit de 2010 supuso un golpe mortal a la credibilidad de las instituciones griegas y la pérdida inmediata de acceso a los mercados. La mala calidad de la información (porque no se recopilaba correctamente o, directamente, se falseaba) también impidió detectar con mayor antelación los desequilibrios que se estaban acumulando en las cuentas públicas.
ii) Los costes asociados a una pérdida sostenida de competitividad dentro de la unión monetaria pueden ser enormes. Antes de la crisis, el déficit por cuenta corriente de Grecia superaba el 15% del PIB. Ante la imposibilidad de recurrir a un ajuste del tipo de cambio, cerrar ese gap ha exigido una enorme y costosa devaluación interna para recuperar la competitividad perdida. De hecho, el proceso no ha finalizado: parece increíble pero, a pesar del ajuste de la demanda interna, Grecia aún importa más de lo que exporta.
iii) Las dudas acerca de la vocación de permanencia en la unión monetaria se pagan muy caras. Cuando se han alimentado, el coste ha sido muy significativo, con caídas adicionales de la actividad económica o salidas de depósitos. Más allá de meras declaraciones, el compromiso con el euro se demuestra a través de la voluntad y la capacidad de llevar a cabo una política económica que promueva la competitividad, unas finanzas públicas sostenibles y, también, un reparto equitativo de los costes de la crisis (lo que exige firmeza ante los grupos de interés que protegen privilegios).
iv) La disciplina fiscal en los buenos tiempos es clave para poder gestionar un periodo de desaceleración o recesión económica. En los años previos a la crisis, con un crecimiento razonablemente bueno, Grecia registró déficits fiscales en torno al 6% del PIB mientras la deuda pública se situaba por encima del 100% del PIB. La situación antes de la llegada de la Gran Recesión, por tanto, era de una extrema vulnerabilidad. No se aprovecharon los años buenos para poner las cuentas en orden y ganar espacio fiscal para llevar a cabo políticas contracíclicas cuando fueran necesarias.
v) La Unión Económica y Monetaria (UEM) necesita reforzarse. Grecia ha sufrido mucho más de lo debido por la fragmentación financiera existente dentro de la Unión, por el vínculo entre riesgo soberano y riesgo bancario, y por la ausencia de una autoridad fiscal europea con capacidad de amortiguar shocks asimétricos dentro de la UEM. La Unión Bancaria (UB) y el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) vienen a suplir estas deficiencias pero de forma imperfecta, pues la UB todavía es incompleta y el MEDE no es un verdadero Tesoro europeo.
En cuanto a la tragedia griega, aún no conocemos su final. La UE extendió hace poco los vencimientos de la deuda griega por 10 años, lo que otorga un respiro sustancial al Gobierno heleno y garantiza una obra de larga duración. Falta por ver si el final podrá ser feliz.