La ciudad de Florencia cuenta con registros detallados de la renta de las familias que la habitaban a mediados del siglo XV. Gracias a ellos, sabemos que la familia Bernardi se situaba en el percentil 90 de la distribución de renta; muy por encima de los Grasso, situados en el percentil 10. Un estudio de dos economistas del Banco de Italia estima que seis siglos y 20 generaciones después, las diferencias de renta entre los descendientes de las dos familias todavía son estadísticamente significativas (aunque mucho menores).
La experiencia de Florencia quizás no es representativa (de hecho, Italia es uno de los países con menor movilidad social de la OCDE), pero ilustra la capacidad de transmisión de los niveles de renta entre sucesivas generaciones.
Esta persistencia es, básicamente, el resultado de las diferencias en oportunidades entre los descendientes de familias de distinto nivel socioeconómico. Ciertas habilidades pueden transmitirse entre padres e hijos (por ejemplo, a través de los genes). Las familias con más recursos también tienden a invertir más en el capital humano de sus hijos. O los padres con valores y actitudes, como el esfuerzo y el sacrificio, que les han ayudado a avanzar su posición económica, se preocupan de inculcar a sus hijos esos mismos principios. En algunas sociedades, también pueden existir costumbres o instituciones que protegen ciertos privilegios a lo largo de distintas generaciones (quién sabe, quizás los Bernardi tenían una profesión protegida de la competencia que se podía transmitir de padres a hijos).
Las sociedades liberales abiertas, sin embargo, valoran la movilidad social y tienden a promoverla mediante una cierta nivelación de oportunidades (digo nivelación porque la igualdad de oportunidades es una quimera). Existen buenas razones para hacerlo: las «desventajas heredadas» tienen un punto de injusticia, y aliviarlas contribuye a reforzar nuestra concepción de justicia social; una mayor movilidad social estimula la ambición y el esfuerzo y promueve la cohesión social –la ausencia de movilidad puede fomentar la creación de castas recelosas entre sí–, y la sociedad aprovecha mucho mejor el talento disponible –mucho del cual puede encontrarse en jóvenes de entornos más desfavorecidos–. Se trata de una cuestión de justicia, pero también de eficiencia.
Existen pocas dudas de que la mejor manera de igualar oportunidades es garantizar el acceso a una formación educativa de calidad. Y la responsabilidad es de todos. Del sector público, por supuesto, pero también de la sociedad civil y las comunidades educativas. En este sentido, tres maravillosas iniciativas constituyen ejemplos cercanos de esfuerzos por promover la igualdad de oportunidades y la movilidad social: Caixa Proinfancia, uno de los principales programas de la Obra Social de ”la Caixa”, que favorece el desarrollo de las competencias de niños y adolescentes de familias de toda España en situación de pobreza y exclusión social; ProFuturo, una alianza también de la Obra Social ”la Caixa” con la Fundación Telefónica, que proporciona una educación digital a niños y niñas de entornos vulnerables de África, Asia y América Latina, y el caso de la escuela Joaquim Ruyra, de L’Hospitalet de Llobregat, que con más de un 90% de alumnos de origen inmigrante consigue resultados académicos comparables a los de una escuela de élite. Las palabras que pronunciaba la directora del centro sobre sus estudiantes lo dicen todo: «No queremos que la vida elija por ellos».