2022: ¿retorno a la normalidad?
El punto de partida de cara al próximo año es una economía mundial que recupera buena parte del crecimiento perdido durante la pandemia, gracias al éxito de las vacunas y a una extraordinaria reactivación de la demanda de bienes duraderos que no ha podido ser respondida por la oferta, que crea cuellos de botella que han terminado distorsionando las cadenas de valor y que provoca un inesperado repunte en la inflación.
Durante buena parte de la crisis que ha golpeado a la economía internacional desde principios de 2020 hemos anhelado la vuelta a la normalidad y, por tanto, la recuperación de los niveles de PIB y de las tendencias económicas presentes en el ya lejano 4T 2019. Sin tener en cuenta que el paisaje económico de hace dos años tampoco era idílico (riesgo de estancamiento secular) y, sobre todo, sin interiorizar que la COVID está acelerando cambios estructurales que todos veíamos en el horizonte, pero éramos incapaces de ponerles fecha. Por tanto, si la pregunta es cuándo recuperaremos la «normalidad económica» perdida en los dos últimos años, la respuesta es que probablemente nunca. Más pronto que tarde volveremos a producir la misma cantidad de bienes y servicios que a finales de 2019 (ya lo han hecho China, EE. UU. y buena parte de la OCDE) e, incluso, cerraremos la brecha con el nivel tendencial en el que deberíamos estar situados en ausencia de la pandemia (véase el primer gráfico). Pero ese producto interior bruto se alcanzará con una combinación de factores de producción diferente y con una composición tanto en el lado de la demanda como en el de la oferta, que también diferirá de la existente en la etapa pre-COVID. Estas diferencias se pueden observar en el perfil de reactivación del empleo en países como España, el cual refleja claramente, además de respuestas acertadas de política económica (ERTE, etc.), la especial idiosincrasia de la fase de recuperación en la que estamos inmersos.
En este sentido, al final de la crisis habrá ganadores y perdedores y no volveremos a la casilla de salida, pues el clásico proceso de destrucción creativa propio de toda recesión se está viendo agudizado esta vez, tanto por la naturaleza especialmente perturbadora de la pandemia como por su confluencia en el tiempo con la disrupción originada por la digitalización y la necesidad de mejorar la sostenibilidad de nuestro modelo de producción. Si una crisis se produce cuando «lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer», no hay mejor definición para describir el momento actual, especialmente convulso y complejo, al producirse el mayor desajuste entre oferta y demanda desde la incorporación de China a la cadena de producción mundial. La peculiar naturaleza de esta crisis, un parón económico ligado a las restricciones a la movilidad y no a un drástico ajuste de precios de activos financieros o reales (recesión de balances), ha comportado una intensa recuperación de la demanda tras los confinamientos, llevando al límite las cadenas de valor y poniendo de manifiesto que, a veces, lo sofisticado es frágil.
Por tanto, mientras se van conformando las tendencias subyacentes que caracterizarán a la economía post-COVID (cambios en patrones de consumo, reconsideración del papel del sector público, nueva estrategia de los bancos centrales, etc.), la actividad en los próximos 12 meses seguirá supeditada a: la evolución de la pandemia y sus efectos en la movilidad, el restablecimiento del funcionamiento de la cadena de suministros y, por último, la adecuación de la política económica a esta nueva fase del ciclo económico. O, lo que es lo mismo, la dinámica de la recuperación vendrá determinada por el reajuste entre oferta y demanda mundial que va a depender de la flexibilidad de la producción para adaptarse a una demanda que seguirá estimulada por unas condiciones financieras extremadamente expansivas y por los rescoldos de los planes fiscales de estímulo puestos en marcha a ambos lados del Atlántico. Todo se fía a la capacidad de respuesta de la oferta, lastrada en la última década tanto por la ausencia de reformas para aumentar la flexibilidad de la estructura económica como por la debilidad de la inversión pública y privada. Si el ajuste se produce en el primer semestre del año, se absorberán los desequilibrios macroeconómicos latentes y volveríamos a un escenario de reflación, aunque ya con la economía mundial en fase de aterrizaje suave hacia los ritmos de crecimiento potenciales.
En este escenario central, la economía mundial todavía registrará crecimientos dinámicos en 2022 (4,5%), aunque unos 1,5 p. p. inferiores a los de este año. Buena parte de la desaceleración vendrá explicada por la pérdida de impulso tanto de EE. UU. (3,5% en 2022 vs. 5,4% en 2021) como de China (5,7% vs. 8,3%), que ya habrán dejado muy atrás el momento en el que recuperaron el PIB perdido durante la crisis y poco a poco se acercarán a su zona de crecimiento tendencial. En el caso de la eurozona, la velocidad de crucero no cambiará en demasía (4,7% frente a 5,1%), tanto por el mantenimiento de los estímulos monetarios y fiscales (con los fondos NGEU) como por el «efecto rebote» que cabe esperar de los países de la región con un peor comportamiento relativo en la segunda parte de 2021 (Alemania y España), si se cumplen las expectativas de recuperación de la industria y el turismo.
Más allá del potencial distorsionador sobre la actividad de nuevas variantes del virus como la ómicron, las claves del escenario serán el comportamiento de la inflación, las estrategias de salida de los bancos centrales y la valoración que en cada momento hagan los mercados financieros sobre la idoneidad de las condiciones financieras. El mayor riesgo es que los problemas en las cadenas de suministros se extiendan a lo largo de todo el año que viene o que las disrupciones en mercados de trabajo como el norteamericano no sean flor de un día. En ese caso será muy improbable que los aumentos en la parte más volátil de la cesta de precios no se terminen filtrando en menor o mayor medida al resto de rúbricas, teniendo en cuenta además que a finales del año que viene se estará muy cerca de cerrar el output gap en los países industrializados. Ello pondría en peligro la hipótesis de transitoriedad en el comportamiento de la inflación defendida por buena parte de las autoridades monetarias.
Con unos tipos de interés reales en mínimos históricos (véase el segundo gráfico) es condición necesaria para evitar sorpresas negativas en la estabilidad financiera que los bancos centrales mantengan su credibilidad en todo momento. Y eso implicará vigilar el comportamiento de las expectativas de inflación y, por tanto, evitar situarse durante mucho tiempo por detrás de la curva. No obstante, las diferencias en la posición cíclica (la recuperación está siendo muy asimétrica) y en la propia credibilidad de los bancos centrales ya se están traduciendo en ritmos muy diferentes de normalización monetaria entre emergentes y países desarrollados. Esta descoordinación monetaria puede terminar provocando desajustes en el comportamiento de los tipos de cambio, otro de los riesgos potenciales a medio plazo. Por tanto, en el fondo, la clave sigue siendo mantener el canal financiero al margen de posibles tensiones para evitar los problemas de la Gran Recesión de 2009.
En definitiva, el punto de partida de cara al próximo año es una economía mundial que recupera buena parte del crecimiento perdido durante la pandemia, gracias al éxito de las vacunas y a una extraordinaria reactivación de la demanda de bienes duraderos que no ha podido ser respondida por la oferta, que crea cuellos de botella que han terminado distorsionando las cadenas de valor y que provoca un inesperado repunte en la inflación. La economía, como el fútbol, es una manta corta. Si priorizas el crecimiento a toda costa, lo más probable es que termines incurriendo en desequilibrios económicos si no tienes una oferta con capacidad y flexibilidad para responder. Así que, próximos a iniciar un nuevo año, no podemos descartar que los ingredientes del cóctel nos expongan a emociones inesperadas: nuevas mutaciones del virus, inflación por encima de objetivos de bancos centrales, desajustes entre oferta y demanda, cuellos de botella en una cadena productiva que pensábamos que era infalible, aumento de la desigualdad, digitalización acelerada, niveles de endeudamiento muy elevados, etc. En ese sentido, no parece que vayamos a retornar a la antigua normalidad. Y ya se sabe que en tiempos excepcionales, las decisiones también lo tienen que ser.